La morada eterna

Esteban Montilla | 11 septiembre, 2015

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Saludos deseándoles lo mejor para este nuevo día. Un día donde reflexionemos sobre la morada eterna para la humanidad. La fe cristiana parte de que en el principio Dios creó (בָּרָא=bara) este universo (Génesis 1:1) y más tarde organizó este planeta tierra a fin de que la vida fuese posible en el mismo (Genesis 1:14-18). La Biblia no indica cuando fue ese principio y cuando se hizo esa organización. Esa información la ofrecen los científicos quienes nos dicen que este universo fue creado hace unos 13 mil ochocientos millones de años y que esta tierra tuvo su origen hace unos 4500 millones de años. La afirmación entonces tanto de la Biblia como la de la ciencia es que este universo y este planeta tuvieron su comienzo. El cristianismo como religión abraza una postura lineal e histórica del tiempo donde el comienzo, el sostenimiento y el designio de este universo y de sus componentes están en las manos de Dios.

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Es así que el peregrinaje de la humanidad se entiende como un mover hacia el propósito de Dios de que los seres humanos que escojan la vida podrán vivir con Él por la eternidad. La muerte entonces no tiene la última palabra porque el Creador por medio de la resurrección trae a vida a cada persona que muere. Luego en su sabiduría Dios revelará ante todas las criaturas del universo la historia de su cuidado y relación con su creación. La Biblia usa la imagen de un juicio tribunal para ilustrar el respeto de Dios de la decisión de una persona de vivir o morir por la eternidad (Mateo 25:46). En ese evento serán juzgadas todas las naciones, cada persona que haya habitado el planeta desde el mismo comienzo hasta ese momento y algunas criaturas sobrehumanas (Mateo 25:32; Lucas 21:34-35; Judas 6). Este proceso transparente mostrará las palabras, los pensamientos, las acciones y las intenciones llevadas a cabo por cada persona indicando así la decisión tomada y la debida retribución (Mateo 16:27; Romanos 2:6; Apocalipsis 20:12; Santiago 4:17; Mateo 15:3-9; 25:31-46).

Las personas que decidan vivir con Dios por la eternidad entonces serán llevadas por un tiempo a un lugar celestial donde podrán exponerse a otros seres creados y residir temporalmente en otro lugar de este vasto universo. Es interesante notar que Juan, el autor del último libro canónico de la Biblia llamado Apocalipsis, menciona que el destino final de la humanidad es acá en el planeta Tierra. Una vez que se haya renovado este planeta los seres humanos regresaran de su viaje espacial a vivir en “la morada que Dios ha establecido entre los seres humanos. Habitará con ellos, ellos serán su pueblo y él será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo viejo ha desaparecido” (Apocalipsis 21:1-4). En esta Tierra renovada no habrá lugar para la maldad, reinará la paz, se celebrará la vida, se respetará al resto de la creación y se adorará de manera consistente al Creador (Apocalipsis 22:1-5). Se cumple lo dicho por el Profeta Isaías, “El creador del cielo, el que es Dios y Señor, el que hizo la tierra y la formó, el que la afirmó, el que la creó, no para que estuviera vacía sino para que tuviera habitantes” ( Isaías 45:18). Con esperanza y alegría anhelamos ese día cuando veremos cara a cara y conozcamos a Dios como él nos conoce a nosotros y viviremos por los siglos de los siglos (1 Corintios 13:12; Apocalipsis 22:5).

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Es precisamente la confianza y esperanza que tenemos en Dios que nos da la tranquilidad que necesitamos para vivir en el presente de forma plena. Aceptamos la invitación paulina a que mientras esperamos la manifestación plena de Dios estemos alegres, que seamos amables con toda persona y que no nos inquietemos por nada sino que le permitamos a la paz de Dios que inunde todo nuestro ser y de esta manera centrar nuestros pensamientos en todo lo que sea verdadero, respetable, justo, puro, amable, digno y excelente (Filipenses 4:4-9). Recibimos la oración del Apóstol Pablo quien espera, “Que el Dios de la esperanza, llene de alegría y paz la fe que ustedes tienen, para que desborden de esperanza sostenidos por el poder del Espíritu Santo (Romanos 15:13).

La esperanza, de que pronto, en el tiempo oportuno de Dios estaremos junto a Él y a los que nos precedieron, nos ayuda a vivir con fe en un “mundo, que en su forma actual, está por desaparecer” (1 Corintios 7:31). Esta esperanza en Dios nos libera de muchas cargas incluyendo el peso de la culpabilidad, de la ilusión de que el designio final está en nuestras manos, del cinismo galopante propio de estos tiempos, de la indefensión aprendida que nos mantiene frenados, de las explicaciones innecesarias de los misterios de la vida y de la siniestra indiferencia que ahoga la solidaridad. Esta esperanza también nos fortalece para vivir en el hoy una vida que le diga no a la exclusión, no a la explotación, no a la opresión, no a la crueldad, no a la violencia, no a la corrupción, no a la arrogancia y un rotundo si a la justicia, a la caridad, a la libertad, a la humildad y a la paz. Esta esperanza nos lleva a estar quietos y de esta manera poder contemplar como Dios crea un cielo nuevo y una nueva tierra (Isaías 65:17).

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Una Tierra renovada donde la convivencia con nuestros semejantes y con el resto de la creación sea como lo describe el Profeta Isaías, “Entonces el lobo y el cordero vivirán en paz, el tigre y el cabrito descansarán juntos, el becerro y el león crecerán uno al lado del otro, y se dejarán guiar por un niño pequeño. La vaca y la osa serán amigas, y sus crías descansarán juntas. El león comerá pasto, como el buey. El niño podrá jugar en el hoyo de la cobra, podrá meter la mano en el nido de la víbora. En todo mi monte santo no habrá quien haga ningún daño, porque así como el agua llena el mar, así el conocimiento del Señor llenará toda la tierra” (Isaías 11:6-9).

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