Ve y haz tú lo mismo: La vida plena a través de la caridad

Esteban Montilla | 11 mayo, 2021

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Introducción

Las preguntas constituyen una de las herramientas centrales para la producción y adquisición de conocimiento. El ser humano pregunta para clarificar, para entender, para indagar, para profundizar, para intimidar, para hacerse notar, para evaluar, para ganar un argumento, para despistar, para silenciar, para invitar al dialogo y para reflexionar. Entonces no es cuestión de simplemente hacer preguntas sino de formularlas de manera adecuada a fin de lograr el objetivo que se busca. Las preguntas esenciales bien formuladas pueden sanar, pueden liberar y pueden transformar tanto a una persona como a una comunidad. Una pregunta bien elaborada puede ser la puerta para el aumento de la sabiduría en lo personal, familiar y profesional.

En ocasiones para responder de manera apropiada a una pregunta se requiere el entender las motivaciones detrás de la misma. Una pregunta habla mucho de la persona que la formula, de sus prejuicios, de sus intenciones, de su educación y de sus necesidades psicológicas. Una persona sabia antes de responder puede pulir la pregunta a fin de asistir a la persona con una mejor compresión del tema y de sí mismo. Los grandes maestros y maestras a través de las edades han usado las preguntas como punto de partida hacia el autoconocimiento, la autorrealización y la transformación integral.

Las personas que se interesaron en las enseñanzas de Jesús de Nazaret le hacían muchas preguntas y algunas de ellas no con la intención de aprender sino de confundirlo para hacerlo quedar mal ante las autoridades políticas y religiosas de ese tiempo. En ocasiones este maestro reformulaba la pregunta para invitarlos a pensar, a cuestionar las premisas y animarlos a la adopción de conductas que estuvieran motivadas por la justicia y el amor. Un experto de la Biblia se le acercó a Jesús y le hizo dos preguntas y la respuesta que este hombre encontró ha beneficiado a seres humanos por más de dos milenios. Entonces vale la pena analizar detalladamente estas dos preguntas formuladas por el experto de la Torá y las tres preguntas hechas por Jesús de Nazaret como parte de su respuesta.

¿Cómo puedo vivir bien?

El ser humano sigue interesado en aprender a vivir de manera sabia a fin de poder adaptarse a las exigencias del ambiente, el convivir en paz con sus semejantes, el satisfacer sus necesidades dentro del marco ético, el relacionarse de forma apropiada con la naturaleza entera, el manejar los conflictos con nobleza y el disfrutar su estadía en este mundo. En el cristianismo se sugiere que este existir pleno acá representa una garantía para la vida en el más allá. Esta creencia central de esta religión se ilustra de manera magistral en un relato registrado en el Evangelio de Lucas conocido como la “Parábola del Buen Samaritano”.

Esta narrativa comienza con una pregunta que un experto en la Torá le hizo a Jesús de Nazaret; “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. La respuesta que recibe, aparentemente sencilla, es muy compleja en tanto le invita a moverse de lo intelectual y especulativo a lo práctico y concreto. Jesús le indica a este conocedor de la Biblia Hebrea que simplemente viva lo que él ya conoce. “¿Qué está escrito en la Torá? ¿Qué es lo que lees?” (Lucas 10:26). Una que vez que este docto de la Ley pudo muy acertadamente resumir lo que la Biblia postulaba referente a la vida eterna al decir: “Ama a Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Deuteronomio 6:5) y “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19:18). Jesús de Nazaret le animó diciendo, “Haz eso y vivirás” (Lucas 10:28).

Hay varias implicaciones en esta recomendación de amar para vivir. Por un lado, Jesús le sugiere la necesidad de abandonar la idea que para vivir bien sólo hay que pertenecer a la nación apropiada, a la familia adecuada, a la región correcta y a la religión dominante. Implica asimismo que el poder vivir bien aquí y en el más allá no es cuestión de herencia sino de elección. El elegir relacionarse y llevar a cabo todas las interacciones basadas en el amor es la garantía de una vida plena; se vive bien cuando se actúa con amor y, porque éste es eterno, entonces ese actuar prepara para la vida del más allá. Se vive de manera plena al decidir imitar a Dios, al actuar con amor.

¿Cómo puedo relacionarme bien con las demás personas?

El aprender a convivir representa el mayor desafío para la sobrevivencia y el florecer humano. Ciertamente, en la vida nos encontramos con personas aliadas que están de nuestro lado, nos protegen, nos cuidan y nos proveen oportunidades de desarrollar los potenciales. También a diario nos relacionamos con personas rivales con quienes competimos para lograr los objetivos propuestos. Asimismo, en este caminar existencial nos topamos con personas enemigas o depredadoras que tienen como propósito el hacernos daño o destruirnos. De este modo, el poder discernir quien está frente a nosotros constituye una necesidad social y psicológica de capital importancia para el buen vivir.

Las relaciones armónicas son posibles en un ambiente de justicia y el amor. El experto de la Ley que vino a Jesús de Nazaret necesitaba reflexionar sobre la equidad y la caridad en tanto sostenía unas creencias acerca de las relaciones humanas que ameritaban ser revisadas. Una de estas posturas tenía que ver con la idea de considerarse superior por el simple hecho de que él había nacido en la región del sur de Israel conocida como Judá y Jerusalén. Es así como este hombre veía a los judíos del centro o región de Samaria como inferiores, incultos y depravados. De hecho, había reglas intrínsecas que sugerían que era mejor no tratar a personas de esa región. “Pero, como los judíos no se la llevan bien o se tratan con los samaritanos” (Juan 4:9). Así mismo conceptualizaba a los judíos que vivían en la zona del norte o Galilea como personas que no tenían mucho que ofrecer a la humanidad. La actitud internalizada aun de los que vivían en esta área era: “¿Acaso de allí puede salir algo bueno?” (Juan 1:46).

Los prejuicios o ideas preconcebidas acerca de una persona o de un grupo influyen la manera como se les ofrece el trato. La injusticia aparece cuando se comienza a excluir a un ser humano no por su conducta sino por la geografía donde nació o vive, por su color de la piel, por la religión que profesa, por su identidad sexual, por su grado de formación académica, por su alineación política o por su condición económica. Un trato justo y digno es posible al estar conscientes de estos aprendizajes culturales, al evaluar el origen de los mismos y al estar prestos a desafiarlos cuando están viciados y desviados de los principios universales del buen vivir.

¿Quién es mi prójimo?

Esta es una pregunta por demás interesante pero que amerita reformularse. Por lo general el ser humano se afilia a personas que son del mismo grupo, que tienen la misma fe, que hablan el mismo idioma, que comparten costumbres similares y se identifican étnicamente. En ese contexto conocido es fácil cooperar, expresar solidaridad, tratarse con amor, conducirse en justicia y mostrar paciencia antes las desilusiones sociales. En otras palabras, es más fácil amar cuando se es amado y es más fácil actuar con equidad cuando se es tratado con justicia. El desafío para un vivir pleno radica en aprender a relacionarse con justicia y amor con las personas que pertenecen a otros grupos o comunidades sociales, que abrazan otras costumbres culturales y sobre todo si están entre grupos históricamente oprimidos.

Para el cristiano el compromiso ético implica el llevar a cabo interacciones sociales basados en la justicia y el amor aun cuando las personas pertenezcan a diferentes grupos étnicos, sociales y culturales. La invitación es simplemente a “hacer con las demás personas como uno quiere que se haga con nosotros. Si ustedes aman solamente a quienes los aman a ustedes, ¿qué hacen de extraordinario? Hasta los no creyentes se portan así. Y si hacen bien solamente a quienes les hacen bien a ustedes, ¿qué tiene eso de extraordinario? También los no creyentes se portan así. Y si dan prestado sólo a aquellos de quienes piensan recibir algo, ¿qué hacen de extraordinario? También los no creyentes se prestan unos a otros, esperando recibir unos de otros” (Lucas 6:31-34).

Jesús de Nazaret decide responder a la pregunta ¿quién es mi prójimo? con un cuento en forma de parábola donde los escuchas y ahora lectores son invitados a revisar los prejuicios, los estereotipos y las actitudes que se aprenden en una cultura, y, que llevan a conductas muy particulares. “Jesús le contestó: Un hombre bajaba por el camino de Jerusalén a Jericó, y unos bandidos lo asaltaron. Le quitaron la ropa, lo golpearon y se fueron, dejándolo medio muerto” (Lucas 10:30). Este camino de Jerusalén, una ciudad ubicada a 785 metros sobre el nivel del mar, a Jericó –una ciudad milenaria ubicada a 258 metros sobre el nivel de mar–, era rocoso, accidentado y con secciones muy áridas. Este trecho de 25 kilómetros era muy transitado y ocasionalmente se registraban atracos y emboscadas en ese trayecto. De manera que los escuchas de ese entonces estaban familiarizados con esa región geográfica y con los acechos que perpetraban personas maleantes.

La mención de estas dos ciudades es muy peculiar en tanto los judíos del sur (Jerusalén) tendían a considerarse superiores a los judíos del centro o Jericó. Además, la mención de estas ciudades trae a memoria imágenes de exclusión por razones raciales, étnicas, costumbres religiosas y de enemistad entre paisanos y correligionarios. La animosidad y el odio que existía entre los habitantes de estas dos localizaciones permeaban el intercambio económico, político, religioso y social.

¿Quiénes son los personajes en la Parábola del Buen Samaritano?

El hombre asaltado sin identidad

Esta parábola entonces invita a los escuchas a identificarse con los personajes de la narrativa. El hombre asaltado yacía desnudo e inconsciente lo que hacia imposible identificar su grupo étnico en tanto esto tiende hacerse por el tipo de vestimenta y el acento en el idioma. En el estado en que se encontraba no era posible saber si era un judío del sur, un judío del centro, un judío del norte o un extranjero de esa misma región cananea. Ese hombre era solo un ser humano en necesidad, una persona deshonrada, un individuo abandonado, un varón indefenso, un paciente en estado de emergencia que si no recibía asistencia su desenlace probablemente seria la muerte.

El sacerdote judío

El siguiente personaje era un sacerdote judío quienes ocasionalmente ofrecían sus servicios en el templo o santuario ubicado en Jerusalén. Los sacerdotes eran por lo general personas con diversas ocupaciones entre ellas la agricultura y la ganadería, pero cuando les tocaba su turno o rotación tenían el privilegio de servir por un tiempo limitado en ese lugar sagrado donde solo ellos podían entrar. La calificación para ser sacerdote no estaba conectada a una educación sino al poder demostrar que se era descendiente patrilineal de Aarón. “A Aarón y a sus hijos les asignarás el ministerio sacerdotal. Pero cualquiera que se acerque al santuario y no sea sacerdote, será condenado a muerte” (Números 3:10, NVI).

La función del sacerdote era primariamente la de sacrificar animales en el santuario y el ofrecer esas ofrendas a la deidad. En ese tiempo todavía existía la creencia que a diferencia de los seres humanos las divinidades necesitaban tomar sangre y que los sacrificios de animales agradaban a la deidad. Es importante acotar entonces que al templo o santuario no entraban los demás creyentes. En ese lugar solo podían entrar los que eran sacerdotes y sus asistentes. Las demás personas solo podían estar en las afueras y en los alrededores del templo.

En el tiempo de Jesús de Nazaret había una tradición que clasificaba en forma jerárquica a las personas por su importancia y santidad. El número uno en la lista era el varón sacerdote, seguido por el varón judío levita, luego seguía el varón judío del sur o de sangre pura, continuaba el varón judío hijo ilegítimo de sacerdote, el varón judío del centro o del norte, el varón extranjero convertido al judaísmo, el varón judío eunuco y así continuaba. Es probable que los escuchas estaban familiarizados con ese orden de jerarquía y estarían atentos para ver quien seguía en la lista de apariciones en la parábola. Este sacerdote que aparece en la escena estaba considerado entonces como el más santo del grupo. De manera que pudiera haber esperanza de ayuda para el hombre golpeado y medio muerto. La narrativa sin embargo menciona que el sacerdote al ver a este hombre en necesidad, “se movió al otro lado del camino y siguió de largo” (Lucas 10:31).

Las razones para no detenerse pudieron ser muchas incluyendo el hecho que era su tiempo de servir en el templo, pero si tocaba una persona muerta entonces quedaría descalificado de esa oportunidad y así recibir algún apoyo económico. Otra razón pudo haber sido que sospechó que pudiera ser una trampa de parte de los maleantes para así poder robarle a él. También pudo haber sido que tenía prisa para llegar. Cualquiera fuese la razón al final el hombre en necesidad seguía en peligro de morir. El clima en esos lugares puede ser inclemente y suficiente para que una persona además de golpeada muera por deshidratación. El sacerdote decidió no correr riesgo ni alterar sus planes y simplemente siguió de largo.

El Levita

El personaje que sigue es un levita quienes en la tradición religiosa judía inicialmente tenían la responsabilidad de asistir a los sacerdotes en las actividades del templo o santuario. “Llama a los de la tribu de Leví, para que se pongan a las órdenes del sacerdote Aarón y le sirvan. Estarán al servicio de Aarón y de todo el pueblo, ante la tienda del encuentro, y se encargarán del servicio del santuario. Cuidarán también de los utensilios de la tienda del encuentro, y estarán al servicio de los israelitas en todos los oficios del santuario. Aparta a los levitas de los demás israelitas, para que se dediquen especialmente a servir a Aarón y a sus descendientes” (Números 3:6-9, DHH). Además de los servicios auxiliares en el templo como cargadores de los utensilios sagrados, cantores, músicos, porteros, los levitas fungían como los “trabajadores sociales” asistiendo en la ayuda a las personas más necesitadas de la comunidad.

Por razones diversas tales como arreglos internos, cambio de la localización del templo, disponibilidad de descendientes de Aarón entre otras, los levitas cada vez incrementaron su radio de influencia hasta el punto de fungir también como sacerdotes en el templo. “Si tienen que juzgar un caso demasiado difícil, ya sea de muerte, pleito, heridas corporales o cualquiera otra cosa que ocurra en su ciudad, vayan al lugar que el Señor su Dios haya escogido y pónganse en contacto con los sacerdotes levitas y con el juez de turno para exponerles el caso. Ellos dictarán entonces la sentencia que corresponda al caso, y ustedes la aplicarán siguiendo al pie de la letra sus instrucciones” (Deuteronomio 17:8-10, DHH).

Parece que Jesús de Nazaret siguiendo la tradición del libro de Números prefiere hacer la distinción entre sacerdotes y levitas. En algunos círculos del judaísmo disidente tenían sospechas que los sacerdotes y levitas habían abandonado su compromiso de servicio al pueblo al unir esfuerzo con los líderes políticos del imperio que oprimían a la comunidad. La crítica incluía el considerar que estos líderes religiosos habían convertido el templo en una “cueva de bandidos” (Jeremías 7:11; Marcos 11:17).

El caso es que este levita de la parábola pudo ver al hombre en necesidad, pero decidió “moverse al otro lado del camino y siguió de largo” (Lucas 10:32). Las razones detrás de su decisión pudieron haber sido varias incluyendo las leyes conectadas a la pureza, el miedo a ser víctimas de las estrategias de maleantes del camino o los compromisos laborales que le ocupaban. Al final el hombre medio muerto yacía en el suelo sin la asistencia que tanto ameritaba. Los personajes considerados más santos de la sociedad no se movieron a misericordia y simplemente ignoraron a este ser humano en crisis.

El samaritano

El personaje que sigue rompe la jerarquía de la santidad en tanto es un judío del centro o de Samaria de quienes se esperaba poco, que aparece a continuación en el relato. La sola mención de la palabra samaritano se veía como un acto asqueroso para el judío del sur o de Jerusalén. A los samaritanos se les veía como judíos de segunda clase, muy superficiales, incultos, contaminados, inmundos y crueles. Los judíos habitantes de esa región por su lado se veían así mismo como fieles seguidores de Moisés y depositarios de la tradición de Jacob.

El choque cultural y religioso se hace más evidente cuando en la narrativa se sugiere que el despreciado, el marginado y el inmundo es precisamente quien actúa como Dios al mostrar compasión para con el hombre desvalido y en estado crítico de salud. “Sean compasivos, así como su Padre es compasivo” (Lucas 6:36, NVI). El amor tiene varios elementos incluyendo la compasión y la bondad. La parábola sugiere que el samaritano fue movido por esta fuerza transformadora como es el amor. Al ser compasivo con un extraño este hombre de Samaria demostró que vivía a plenitud.

“Pero un hombre de Samaria que viajaba por el mismo camino, al verlo, sintió compasión. Se acercó a él, le curó las heridas con aceite y vino, y le puso vendas. Luego lo subió en su propia cabalgadura, lo llevó a un alojamiento y lo cuidó. Al día siguiente, el samaritano sacó el equivalente al salario de dos días, se lo dio al dueño del alojamiento y le dijo: “Cuide a este hombre, y si gasta usted algo más, yo se lo pagaré cuando vuelva” (Lucas 10:33-35, DHH). Este ver con ojos compasivos implica solidarizarse con el que sufre, con el que está decaído y además es una fuerza que mueve a intentar eliminar la fuente del dolor y aliviar el sufrimiento.

El samaritano primero miró, luego se acercó, le tocó para curarlo y le cuidó. No simplemente fue un espectador, sino que decidió tomar el riesgo de acercarse para socorrer a este hombre en necesidad. Este acercarse permite escuchar los gemidos indecibles, observar las mínimas muecas de dolor, acorta las distancias sociales nutridas por los prejuicios y desmonta las barreras divisorias entre grupos. La intervención que provee refleja que era una persona educada y con un buen poder adquisitivo. El usa el alcohol para desinfectar, el aceite con plantas medicinales para desinflamar y detener cualquier proceso infeccioso y las vendas para inmovilizar y proteger de agresiones externas.

Es curioso que en la parábola no se menciona a Dios porque el samaritano estaba actuando en su lugar. “Te devolveré la salud, curaré tus heridas” (Jeremías 30:17) y “Él sana a los que tienen roto el corazón, y les venda las heridas” (Salmos 147:3, DHH). También llama la atención que en el samaritano no se detiene a orar o comienza con una oración, sino que inmediatamente presta sus servicios a este hombre en crisis. La mención de Dios y la inclusión de la oración en ocasiones pueden ser las excusas para no asistir al necesitado.

En el cristianismo bíblico se propone la necesidad de ir más allá de los rituales para servir al ser humano en necesidad. “Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno decir que tiene fe, si sus hechos no lo demuestran? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Supongamos que a un hermano o a una hermana les falta la ropa y la comida necesarias para el día; si uno de ustedes les dice: Que les vaya bien; abríguense y coman todo lo que quieran, pero no les da lo que su cuerpo necesita, ¿de qué les sirve?” (Santiago 2:14-16, DHH). Esta nueva religión cristiana bíblica enfatiza que la espiritualidad sanadora es aquella que mueve al ser humano a dar lo mejor de sí para asistir a las demás personas. “La religión pura y sin mancha delante de Dios el Padre es ésta: ayudar a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y no mancharse con la maldad del mundo” (Santiago 1:27, DHH).

El samaritano decide practicar la hospitalidad al decirle no a la indiferencia, no al desentendimiento y no al egocentrismo. Este ser humano renegado se incomodó y alteró sus planes para brindar asistencia a una persona moribunda. De quien menos se esperaba terminó haciendo lo que era necesario y correcto como lo es el ofrecer los servicios sin ningún viso de discriminación y exclusión social. Una vez que el samaritano pudo estabilizar al doliente lo lleva a un lugar seguro donde pueda seguir cuidándole. El dejarlo allí anularía ese esfuerzo inicial en tanto los maleantes pudieran regresar y completar el trabajo o la alta temperatura pudiera deshidratarlo más o la infección pudiera recrudecerse. Un cuidado a media sería igual una falta al amor.

Este hombre de Samaria entonces sube al sufriente en su cabalgadura para llevarlo a un lugar de alojamiento donde se quedó esa noche junto a él para seguir cuidándolo. “Al día siguiente, sacó dos monedas de plata y se las dio al dueño del alojamiento. Cuídemelo —le dijo—, y lo que gaste usted demás, se lo pagaré cuando yo vuelva” (Lucas 10:35, NVI). El samaritano le prestó sus servicios al necesitado en el sitio del asalto y en lugar de alojamiento. Además, se aseguró para que en su ausencia continuara el cuidado al pedirle al dueño del alojamiento que siguiera prestándole atención sin reparo de costo. Esto es una demostración de que el samaritano entendía muy bien y además vivía el amor. El amor es compasivo, el amor cuida, el amor protege, el amor sigue, el amor mira más allá de lo material.

¿Cuál de estos tres piensas que demostró ser el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?

Jesús de Nazaret, como una persona sabia, le sugiere al experto de la Biblia que era necesario reformular la pregunta. El cambio de un ser humano puede iniciarse con buenas preguntas. El tipo de pregunta que se haga puede invitar al debate lo cual desconecta o al diálogo donde si puede haber cercanía e intimidad. La pregunta, “Quién es mi prójimo” pasa entonces a ser: “¿Cuál de esos tres te parece que se hizo prójimo del hombre asaltado por los bandidos? Es fácil operar a partir de imágenes que uno se forma acerca de quien es una persona necesitada (un adulto mayor, un indigente, un rico, una persona antipática) y estas suposiciones pueden representar un estorbo para la demostración de la bondad.

La invitación entonces es a “hacerse prójimo” de las personas aparentemente invisibles, distantes y excluidas. El prójimo no está definido, sino que aparece cuando uno decide solidarizarse en el dolor, en el sufrimiento o en la alegría. El prójimo es aquella persona que mueve a que uno se “baje de la cabalgadura”, de esos sitios de privilegios, de las ínfulas de superioridad y así de esta manera acercarnos como un igual. En ese encuentro de iguales donde una de esas personas en ese momento pudiera estar en mejores condiciones que la otra, pero en humildad se entiende que en el mañana pudiera revertirse esos roles. Es así como uno se mueve en una comunidad de iguales, una comunidad de personas que celebran y de personas que sufren. En estos encuentros los títulos no importan, las afiliaciones políticas sobran, la identificación religiosa no se precisa, la identidad sexual no se exige, la etnicidad no se explora ni las apariencias tienen algún papel.

El experto de la Torá respondió a esta nueva pregunta diciendo: “El que tuvo compasión de él” (Lucas 10:37, DHH). Los prejuicios y odio hacia sus compatriotas del norte no le permitieron ni siquiera pronunciar la palabra samaritano o Samaria. Ellos pensaban que estos judíos de Samaria eran tan asquerosos que aun mentar el nombre era reconocerlo como personas porque los veían como perros. La presunción de este líder religioso le mantenía cegado y cerrado al cambio. Es triste como uno puede robarse la oportunidad de crecer, desarrollar sus potenciales y vivir a plenitud simplemente por seguir esclavizados a creencias ilógicas y costumbres salvajes. Estas posturas ideológicas de superioridad, petulancia y sabelotodo pueden representar la mayor barrera para el buen vivir acá y también en el más allá.

Conclusión

La enseñanza central de Jesús de Nazaret se resume en estas palabras: “Lo que quiero es que sean compasivos” (Mateo 12:7). El cristianismo bíblico, una religión completamente distinta al judaísmo bíblico, propuso una comunidad de fe sin templo, sin sacrificios de animales, sin sacerdotes y sin levitas. Una nueva religión donde el saber no era suficiente, donde el ritual no era el fin y donde la santidad consistía en actuar como Dios manda. Una nueva religión donde la exclusión sería solo por conducta y nunca por la etnicidad, lugar de nacimiento, condiciones económicas, identidad sexual o afiliación religiosa. “Ustedes hacen bien si de veras cumplen la ley suprema, tal como dice la Escritura: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Pero si hacen discriminaciones entre una persona y otra, cometen pecado y son culpables ante la ley de Dios” (Santiago 2:8-9, DHH).

En esa nueva religión, la adoración tomaba lugar no en las reuniones (iglesias) sino al salir a vivir como Dios vive. Este samaritano adoró a Dios al tener un encuentro con otro ser humano igual, a quien pudo socorrer en su momento de crisis. Este hombre excluido escucho la voz del Espíritu y se movió a compasión. Al reconocer la humanidad en la persona sufriente decidió celebrar su dignidad, reconocer su poder, conmemorar su valor, elogiar su existencia y salvar su vida.

Al decir si a la invitación de ir y hacer lo mismo estamos comprometiéndonos a reconocer a las demás personas, a decirles que sí nos importan y que sí merecen la atención y el cuidado. Si estamos listo para evaluar y dejar a un lado esos prejuicios que nos arrebatan la oportunidad de ser felices y tener plenitud. Si estamos prestos a dejar un lado nuestra indiferencia para acercarnos con bondad y sentido de apertura. Si nos detendremos al encontrar a un ser humano en necesidad, si miraremos a la persona sufriente, si curaremos al que está enfermo y si cuidáremos a quien Dios tenga a bien poner en nuestro camino.

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