La adoración a Dios

Esteban Montilla | 28 junio, 2020

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La adoración a Dios como una vía para ser personas de bien
R. Esteban Montilla, Ph.D.

Introducción

El ser humano, como una unidad indivisible e integral, está movido por las fuerzas biológicas incluyendo los genes, la organización cerebral y el metabolismo, así como también por el contexto socio cultural en el cual se desarrolla y existe. Estos dos factores influyen de manera directa tanto el pensar como el sentir, y por consiguiente en la conducta humana. La dimensión biológica equipa a la persona con los elementos necesarios básicos para el buen convivir con sus semejantes, los animales, las plantas, las rocas, los ríos y las estrellas. El componente socio cultural proporciona el ambiente donde estos potenciales biológicos puedan desplegarse y llegar a su plenitud. Uno de los elementos culturales clave en este desarrollo lo constituye el aspecto religioso y espiritual en el cual la persona se desenvuelve.

Las religiones ofrecen a las personas un sistema de creencias, un set de prácticas espirituales y una comunidad de fe, las cuales les sirven para dar sentido a su existencia y regular sus conductas. Entre ellas, la religión cristiana, como una fe teísta, propone que la acción de Dios en la historia es clave para el sostenimiento del universo y para el buen vivir en el planeta tierra. La conceptualización de lo divino, de aquello que se conecta con la justicia, el amor y la paz, es de capital importancia en el entendimiento de muchos aspectos de la conducta humana, en tanto la ética, o manera de comportarse, puede reflejar los paradigmas culturales y religiosos donde la persona se desenvuelve.

La persona como un ser espiritual añora estar en relación con Dios a través del curso de vida. Las palabras del poeta y salmista expresan de manera cándida este anhelo: “Como el ciervo anhela las corrientes de agua, así te busca, oh, Dios, todo mi ser. Tengo sed de Dios, del Dios de la vida” (Salmos 42:1-2, NVI). Este añorar sencillo y humilde puede asistir al ser humano en su búsqueda de sentido y propósito existencial. En esa relación con el Eterno, con el Creador, con el Todo, con el Indescriptible y con Él que Es y Siempre Será, puede radicar la posibilidad de vivir en plenitud, amor y paz. “Oh Dios, tú eres mi Dios; yo te busco intensamente. Mi alma tiene sed de ti; todo mi ser te anhela, cual tierra seca, extenuada y sedienta” (Salmos 63:1, NVI).

Dios en la religión cristiana

En el cristianismo se concibe a Dios como un ser supremo caracterizado por el amor y la justicia; un Dios que está interesado en el bienestar humano y en el cuidado de su creación; un Dios que trasciende pero que al mismo tiempo se mantiene muy involucrado con su creación. “Dios no está lejos de cada uno de nosotros, porque en Dios vivimos, nos movemos y existimos; como también algunos de los poetas de ustedes dijeron: “Somos descendientes de Dios” (Hechos 17:28, NVI). Se concibe un Dios que anhela que todas sus criaturas vivan en paz y tengan bienestar integral: “Pero los curaré, les daré la salud y haré que con honra disfruten de paz y seguridad” (Jeremías 33:6, NVI).  Esta concepción de Dios refleja el flujo cultural religioso de la región del medio oriente incluyendo el judaísmo bíblico, el judaísmo apocalíptico, así como las tradiciones griega, egipcia y persa, las cuales nutrieron el pensamiento cristiano.  

Los cristianos partieron de la percepción de un Dios poderoso y al mismo tiempo amigable; un Dios atento al quehacer humano pero respetuoso de las decisiones de los individuos; un Dios centrado en la justicia, pero en esencia amor (Mateo 6:33; Marcos 12:29-31; 1 Juan 4:7-8). La misericordia y la compasión de Dios constituían el corazón de las enseñanzas de Jesús de Nazaret y sus discípulos más cercanos (Mateo 9:13-36; Efesios 2:4-5; Hebreos 4:16; 1 Pedro 3:8). Se partió de la percepción de un Dios trascendente pero muy cercano a la realidad humana.

Esta cercanía trae mucha dicha a las personas creyentes, pero al mismo tiempo representa un desafío en tanto el ser humano puede creer que entiende o conoce a Dios de manera profunda; esa ilusión de cercanía además puede llevar a pensar que se puede manipular a Dios. Se corre el mismo riesgo de proyectar las realidades humanas a Dios y de este modo el pretender que se le pueda describir y darle órdenes. Es por lo que la invitación a no imaginarse cómo es Dios ha de seguir muy vigente (Éxodo 20:4). Él que es lo que es, Él que será lo que será y Él sin nombre (Yo Soy el que Soy אֶהְיֶה אֲשֶר אֶהְיֶה, ehyeh asher ehyeh) dice que es mejor no tratar de imaginarlo, ni mucho menos compararlo con algo creado (Éxodo 3:14).

El gran teólogo Anselmo de Canterbury (1033—1109) se refería a Dios como el “ser mayor que no puede pensarse, y además superior a todo lo que se puede pensar” (Proslogion 1077). Esta referencia a Dios puede salvaguardar contra la tentación de asumir que se entiende a Dios y por lo tanto hablar en su lugar. El teólogo alemán Karl Rahner (1904—1984,) sugería que Dios es “el misterio sagrado, la última meta, el punto de partida de la humanidad, lo indisponible e innominado, así como lo más amable y libre posible” (Curso Fundamental de la Fe, 1978, p.74).

El filósofo judío Martin Buber (1878—1965) consideró que “la palabra Dios es la más vilipendiada de las palabras humanas. Ninguna está tan manchada ni tan dilacerada… Las generaciones humanas han desgarrado esta palabra…han matado y se han dejado matar por ella…se asesinan unos a otros, y dicen: lo hacemos en nombre de Dios” (Fragmentos Autobiográficos, 1961, p. 43). Estas declaraciones teológicas hacen eco de los dos mandamientos señalados arriba, donde se recomienda que es mejor no imaginarse y mucho menos hablar en nombre de Dios.

Metáforas acerca de Dios

En el judaísmo bíblico se pueden notar varias perspectivas acerca de Dios, pero hay ciertos temas comunes los cuales reflejan las características de la deidad. Entre los aspectos comunes se señala que Dios está muy activo y pendiente de su mundo creado; especialmente del ser humano, a quien considera la corona de la creación. “¿Qué es el ser humano? ¿Por qué lo recuerdas y te preocupas por él? Pues lo hiciste poco menos que Dios mismo, lo rodeaste de honor y dignidad, le diste autoridad sobre tus obras” (Salmos 8:5-6).

El relato sobre la creación del ser humano indica que el hombre y la mujer fueron creados muy parecidos a Él: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza… Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó” (Genesis 1:26, 27, NVI). Esa semejanza mueve el anhelo de estar conectado con Dios. “Así como un venado sediento desea el agua de un arroyo, así también yo, Dios mío, busco estar cerca de ti. Tú eres el Dios de la vida, y anhelo estar contigo. Quiero ir a tu templo y cara a cara adorarte sólo a ti” (Salmos 42:1-2, TLA). La idea de pasar tiempo en comunión o intimidad con Dios es para conocerle mejor y así seguir emulando su carácter.

La recomendación de la Biblia Hebrea es que conviene evitar imaginarse a Dios y compararlo con cualquier cosa creada: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra” (Éxodo 20:4, RV). Esto es que se le considere como una prioridad: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo 20:3, RV). Sin embargo, los seres humanos usan realidades tangibles para conectarse con lo intangible; por eso se recurre a las metáforas, para denotar aspectos de Dios que sirven como modelo de conducta a seguir.

Es importante mantener en mente que en la tradición bíblica judaica se enfatizaba que Dios no tiene nombre, entonces se evita el confundir características o acciones que Él hace con identidad o nombre. Él que Es no puede tener nombre. Simplemente Es. “Pero Moisés insistió: Supongamos que me presento ante los israelitas y les digo: “El Dios de sus antepasados me ha enviado a ustedes”. ¿Qué les respondo si me preguntan: “¿Y cómo se llama? —Yo soy el que soy —respondió Dios a Moisés—. Y esto es lo que tienes que decirles a los israelitas: “Yo soy me ha enviado a ustedes”. Además, Dios le dijo a Moisés: —Diles esto a los israelitas: “El Señor, el Dios de sus antepasados, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, me ha enviado a ustedes. Este es mi nombre eterno; este es mi nombre por todas las generaciones” (Éxodo 3:14-15, NVI).

Esto quiere decir que Dios no tiene nombre, Dios es el innombrable. “Yo soy el Señor; ¡ése es mi nombre!” (Isaías 42:8). Él que es y siempre será sana (Rapha—Éxodo 15:26), El que es y siempre será provee (Jireh—Genesis 22:14), El que es y siempre será es poderoso (El Shaddai—Génesis 17:2), El que es y siempre será es justo (Tsidkenuel—Jeremías 33:16) y El que es y siempre será es paz (Shalom—Jueces 6:24). Estas descripciones hablan de sus acciones, pero esto no significa que sean nombres. Al ser humano le gusta dar nombre a aquellos o a quienes quiere dominar. De allí esta propuesta de evitar darle nombre a Dios.    

Los textos sagrados del judaísmo bíblico, judaísmo apocalíptico y el cristianismo, hacen uso de las metáforas y se refieren a Dios como aliento de vida, fuente de agua viva, pastor que vela por su rebaño, el alfarero que nos da forma, la roca que protege de las inclemencias de sol, y la fortaleza que nos resguarda de los depredadores: “Dios es mi roca, mi amparo, mi libertador; es mi Dios, el peñasco en que me refugio. Es mi escudo, el poder que me salva, ¡mi más alto escondite!” (Salmos 18:2). Claro que es importante mantener en mente que estas comparaciones son simplemente figuras literarias que se usan para acortar la brecha entre lo divino y lo humano. Estas comparaciones nos ayudan a entender el modo de ser y de actuar de Dios, y, es así como podemos tener una avenida para conocerle.

El propósito final nuestro es conocer a Dios, conocer lo que es bueno, conocer lo que es amor y justicia, para entonces poder imitarle. La imagen que tengamos de Dios tiene mucho que ver con la conducta que mostremos en la vida diaria: “Dios es sol y escudo; Dios nos concede honor y gloria” (Salmos 84:11). Estos salmos son muy ricos en el uso de los recursos literarios para hablar de una realidad que trasciende, que está más allá del conocimiento humano. “Tú, Dios mío, eres mi pastor; contigo nada me falta” (Salmos 23:1). Aunque limitadas, estas metáforas asisten al ser humano en el proceso de conectarse con la Realidad Última, con Él que trasciende o con Él Eterno.  

Adorar a Dios para parecerse más a Él

El ser humano, como un ente social, necesita estar en relación con las demás personas, así como con el resto de la creación, y es de esta manera como puede lograr el sentirse pleno y completo. Jesús de Nazaret decide usar una metáfora que tiene que ver con la intimidad familiar para referirse a Dios y a la relación que se puede tener con Él. La imagen que Jesús de Nazaret presentó acerca de Dios era la de un papá querido (Abbá) que se preocupa por sus hijos e hijas. Un papá que protege, cuida, provee afecto, ofrece oportunidades de recreación y oportunidades de despliegue de potenciales. Esta imagen de Dios como papá (Abbá) denota cercanía, intimidad, cuidado y afecto.

Esta metáfora acerca de Dios en la esfera de la familia es muy peculiar y atrevida, en tanto en la tradición judía bíblica no era algo que se acostumbraba. El teólogo Joachim Jeremías acota lo siguiente: “en la literatura del judaísmo palestiniano antiguo no se encuentra ninguna huella de la invocación personal «Padre mío». Por tanto, Jesús es un innovador cuando llama a Dios de este modo” (p. 65). Este autor sigue diciendo, “Nos encontramos ante un hecho de extrema importancia. Mientras que los textos de oraciones judías no conocen ni una sola vez la invocación de Dios con el nombre de Abba, Jesús lo llamó siempre así [excepto en el grito de la cruz: Mc 15: 34]” (p. 66). “A esa misma hora, Jesús gritó con fuerza: Eloí, Eloí, ¿lemá sabactani?» [que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?]” (Marcos 15:34, DHH—Salmos 22:1).

Es claro que Jesús de Nazaret, en su misión de mostrar una manera distinta de entender a Dios y de vivir una vida plena, ofrece puntos de vistas alternos. Por ejemplo, su propuesta incluía un rito de iniciación distinto que fuera más inclusivo como lo es el Bautismo (en contraste con la circuncisión que era un rito que sólo los varones podían llevar a cabo), el adorar a Dios en la vida cotidiana y no en los templos, el leer las escrituras sagradas para liberar y no para condenar, el creer en el más allá y no solamente en el aquí. Así fue que para cada creencia o práctica judía tradicional ofreció un camino alternativo. 

Esta propuesta de referirse a Dios como papá (Abbá) es atrevida también en tanto las personas pudieran confundir la metáfora con la realidad. Sí hay referencia en la Tora o Pentateuco a Dios como padre: “¿Así es como le pagan al Señor? Pueblo necio y sin sabiduría, ¿no es él tu padre, tu creador? ¡Él te creó y te dio el ser!” (Deuteronomio 32:6, DHH). En la sección de los Profetas también se menciona: “A pesar de todo, Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros somos el barro, y tú el alfarero. Todos somos obra de tu mano” (Isaías 64:8, NVI). “¿Acaso no tenemos todos un mismo Padre, que es el Dios que a todos nos ha creado? ¿Por qué, pues, nos engañamos los unos a los otros, violando así la alianza que hizo Dios con nuestros antepasados?” (Malaquías 2:10, DHH). En la última parte de la Biblia Hebrea o Ketuvim también se menciona a Dios como padre: “Tan compasivo es el Señor con los que le temen como lo es un padre con sus hijos. Él conoce nuestra condición; sabe que somos de barro (Salmos 103:13-14, NVI). Estas referencias a Dios como padre estaban enmarcadas más bien en verlo en términos de ser padre de una nación, padre de Israel. Quizá se evitaba referirse a Dios como “padre mío” por el respeto y el mandamiento de no comparar a Dios con nada de lo creado.

Jesús de Nazaret llama a Dios papá (Abbá), y además dijo a sus discípulos que hicieran lo mismo. El Apóstol Pablo siguiendo esa tradición les dice a los creyentes que se dirijan a Dios como Abbá. “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios. Pues ustedes no han recibido un espíritu de esclavitud que los lleve otra vez a tener miedo, sino el Espíritu que los hace hijos de Dios. Por este Espíritu nos dirigimos a Dios, diciendo: «¡Abbá! ¡Padre!»” (Romanos 8:14, DHH).

Ciertamente implicaba riesgo usar una metáfora tan común como la del padre, en tanto en ese momento, en la institución familiar, sobre todo la imagen del padre estaba manchada por la corrupción y la explotación. El padre se veía como el amo o señor de la familia/esclavos (mujer e hijos/hijas) y ellos tenían que someterse en obediencia a él. El padre podía vender a sus hijas al mejor postor, usar a sus hijos como obreros sin salario y desechar a la madre cuando ya no la necesitaba. Entonces esa institución estaba muy corrupta; y Jesús de Nazaret mismo propuso que evitaran decirle padre/señor a los padres terrenales porque éstos eran simplemente explotadores. Un buen padre protege, cuida, nutre, provee de afecto y de oportunidades: “Y no llamen “padre” a nadie en la tierra, porque ustedes tienen un sólo Padre, y él está en el cielo” (Mateo 23:9, NVI). Con el uso de esta metáfora es también probable que Jesús de Nazaret quiso mostrar el lado positivo de lo que significa una paternidad responsable y comprometida con el bienestar de sus hijos e hijas.

Esta imagen de Dios como un papá (Abbá) habla de la intención de Jesús de Nazaret de mostrar una perspectiva de la deidad como alguien cercano, como alguien personal con quien se pudiera tener una relación estrecha, presentándolo, además, como un ejemplo ideal de lo que significa ser padre; nos da un enfoque acerca de Dios como un ser con quien se puede dialogar, con quien se puede pasar un tiempo agradable y en quien se puede confiar. Nos muestra al padre celestial o padre del cielo como un ser muy atento a lo que ocurre a sus hijos e hijas (Lucas 11:13, Πατὴρ ὁ ἐξ οὐρανοῦ–ha pater ho ex ouranou).  

Nuestro padre (ho pater hymon, Mateo 5:45, 6:8) a quien le podemos compartir nuestras alegrías, pesares, necesidades y anhelos: “No os hagáis, pues, semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis” (Mateo 6:8). Jesús de Nazaret nos habla de un padre que nos conoce de verdad y que sabe nuestro color favorito, nuestra comida preferida y la música que más nos gusta.

Es así como Jesus de Nazaret y sus discípulos se referían a Dios como Abbá, o Padre querido, como una manera de reflejar el nivel de intimidad que se puede alcanzar con Él. Esta nueva propuesta de entender lo que significa Dios tiene implicaciones en lo que se conoce como adoración. El propósito de estar cerca de Dios, de conocerle a fondo es para así poder imitar su carácter tanto como sea posible: pensar, sentir y actuar como Dios lo hace. Esto quiere decir ser como lo es Él: “Por consiguiente, sed buenos del todo como es bueno vuestro Padre celestial—ho pater hymón ho ouranios” (Mateo 5:48). “Sed compasivo como vuestro Padre [ho pater hymón] es compasivo’ (Lucas 6:36).

Es posible llegar a decir Padre querido (Abbá) cuando se le conoce bien, cuando se le confía, cuando sale del corazón: “Y porque ya somos sus hijos, Dios mandó el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones; y el Espíritu clama: «¡Abbá! ¡Padre!” (Gálatas 4:6, DHH). Así, la invitación a orar comenzado con “Padre querido” (Abbá) habla de la calidad de relación que se tenga con Él. “Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos metas en tentación, más líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén” (Mateo 6:9-13, RV).

Jesús de Nazaret, dándonos el ejemplo, nos motiva a que nuestra relación con Dios sea tan estrecha como la que él tenía con su Padre. “En su oración decía: Abbá, Padre, para tí todo es posible: líbrame de este trago amargo; pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Marcos 14:36, DHH). Esta manera de presentar a Dios revela claramente sus planes. “En aquel tiempo, Jesús dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mostrado a los sencillos las cosas que escondiste de los sabios y entendidos. Sí, Padre, porque así lo has querido” (Mateo 11:25-26, DHH).

La adoración como una manera de llegar al propósito de Dios

La meta existencial, en resumen, es llegar a ser una persona de bien, para así vivir a plenitud acá en este mundo y con la esperanza de continuar esa vida de paz por la eternidad. Una persona de bien aprecia la diversidad humana, y no excluye por razones de nacionalidad, religión, estilo de vida, condición social, sexo o género sino por las conductas antisociales e ilegales: “En esta nueva naturaleza no hay griego ni judío, circunciso ni incircunciso, culto ni inculto, esclavo ni libre, sino que Cristo es todo y está en todos” (Colosenses 3:11, NVI). Los discípulos de la iglesia inicial tomaron esta postura de inclusión muy en serio: “Así que no importa si son judíos o no lo son, si son esclavos o libres, o si son hombres o mujeres. Si están unidos a Jesucristo, todos son iguales” (Gálatas 3:28, TLA).

Una persona de bien es compasiva, es amable, es humilde, es mansa y es paciente: “Dios los ama a ustedes y los ha escogido para que pertenezcan al pueblo santo. Revístanse de sentimientos de compasión, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia” (Colosenses 3:12, DHH). Una persona de bien actúa de manera justa, íntegra y recta: “Pero ustedes no conocieron a Cristo para vivir así, pues ciertamente oyeron el mensaje acerca de él y aprendieron a vivir como él lo quiere, según la verdad que está en Jesús. Por eso, deben ustedes renunciar a su antigua manera de vivir y despojarse de lo que antes eran, ya que todo eso se ha corrompido, a causa de los deseos engañosos. Deben renovarse espiritualmente en su manera de juzgar, y revestirse de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios y que se distingue por una vida recta y pura, basada en la verdad” (Efesios 4:20-24, DHH). Una persona de bien se muestra alegre, vive en paz, hace bien a las demás personas, tiene dominio propio y es leal: “En cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio” (Gálatas 5:22, NVI).

Es así que Jesús de Nazaret introduce un concepto muy distinto sobre Dios y la debida adoración. Él, además de considerar obsoleta la idea de ir al templo para adorar, propuso que Dios no necesitaba de regalos como la comida y la bebida para poder ser movido a bendecir a las personas. Es por esto que el sacrificio de animales para dar sangre de beber y carne para comer a Dios ya no tenía sentido. Además, la idea de un templo donde las personas, excepto el sacerdote pudiera entrar, no reflejaba la concepción que Jesús de Nazaret tenía acerca de Dios: “El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él es Señor del cielo y de la tierra. No vive en templos construidos por hombres, ni se deja servir por manos humanas, como si necesitara de algo. Por el contrario, él es quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas” (Hechos 17:24-25, DHH).

Esto es por lo que en el proyecto de Jesús de Nazaret no había cabida a un templo ni tampoco a sacerdotes. El sacerdocio era necesario para los sacrificios de animales y los demás quehaceres del templo relacionados con el ofrecimiento de animales. En lugar de un sacerdocio, él designó seguidores para que educaran, sanaran, sirvieran y liberaran a la comunidad de las opresiones físicas, sociales, psicológicas y religiosas que les ataban e impedían desarrollar sus potenciales: “Les respondió Jesús: Vayan y cuéntenle a Juan lo que están viendo y oyendo: Los ciegos ven, los cojos andan, los que tienen lepra son sanados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncian las buenas nuevas” (Mateo 11:4-5, NVI).  

El templo en la religión judía era un lugar básicamente para el sacrificio de animales. En el templo no había lectura de la Biblia, no había oraciones de los creyentes, y no había participación en ninguna acción de alabanza. Solamente los sacerdotes y sus asistentes podían entrar al templo, y con mucho cuidado, porque se creía que si ellos hacían algo impropio pudieran ser fulminados por Dios. De manera que Jesús de Nazaret propone una forma distinta de adorar al decir a sus discípulos que lo importante es acercarse a Dios para parecerse más a él, y, que esto puede hacerse en cualquier lugar.

El mejor laboratorio o lugar para adorar a Dios son las interacciones que se llevan a diario con las demás personas, los animales, las plantas y el resto de la creación: “Al oír esto, la mujer le dijo: —Señor, ya veo que eres un profeta. Nuestros antepasados, los samaritanos, adoraron a Dios aquí, en este monte; pero ustedes los de Judea dicen que Jerusalén es el lugar donde debemos adorarlo. Jesús le contestó: —Créeme, mujer, que llega la hora en que ustedes adorarán al Padre sin tener que venir a este monte ni ir a Jerusalén… Pero llega la hora, y es ahora mismo, cuando los que de veras adoran al Padre lo harán de un modo verdadero, conforme al Espíritu de Dios. Pues el Padre quiere que así lo hagan los que lo adoran. Dios es Espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo de un modo verdadero, conforme al Espíritu de Dios” (Juan 4:19-24, NVI).

Esta perspectiva acerca de la adoración fue el motivo por el cual en la iglesia cristiana de los primeros 300 años nunca se construyeron edificios. En el cristianismo inicial no se iba a un lugar para adorar, simplemente se vivía para adorar. El vivir como una persona de bien era la manera de adorar a Dios. Los creyentes cristianos se reunían en casa no para adorar a Dios sino para motivarse a seguir adorando a Dios por su forma de actuar y vivir. En esos hogares donde se llevaba a cabo la comunión, las personas se animaban unos a otros al cantar, leer las Sagradas Escrituras, orar, escuchar testimonios y compartir la comida, para así salir luego a continuar adorando en y con sus vidas a Dios.

En esas reuniones (iglesias) las personas se contagiaban de la pasión y el deseo para ser personas de bien, al ser compasivos, amables, humildes, mansos, pacientes y estar prestos para asistir a las personas más necesitadas. En esas reuniones se aprendía acerca de Dios y acerca de cómo mejor el reflejarlo en la vida diaria: “Que gobierne en sus corazones la paz de Cristo, a la cual fueron llamados en un solo cuerpo. Y sean agradecidos. Que habite en ustedes la palabra de Cristo con toda su riqueza: instrúyanse y aconséjense unos a otros con toda sabiduría; canten salmos, himnos y canciones espirituales a Dios, con gratitud de corazón. Y todo lo que hagan, de palabra o de obra, háganlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios el Padre por medio de él” (Colosenses 3:15-17, NVI).

El hablar bien de Dios (alabarle) se hace al vivir como personas de bien. La idea de reunirse para estar diciéndole a Dios cuán grande y bueno es, puede reflejar nuestra compresión enfermiza acerca del poder. Es común que una persona con visos dictatoriales espere que sus súbditos o subalternos le digan a menudo cuán extraordinario es, a fin de que él los pueda recompensar. Estos dictadores dispensan la bendición o recompensa en función de cuánto se le adule. Es así como esta otra manera de ver la adoración y la alabanza puede servir como un antídoto contra el abuso del poder.

La adoración a Dios es muy práctica, y tiene que ver con la conducta humana: “Por lo tanto, cuiden mucho su comportamiento. No vivan neciamente, sino con sabiduría. Aprovechen bien este momento decisivo, porque los días son malos. No actúen tontamente; procuren entender cuál es la voluntad del Señor. No se emborrachen, pues eso lleva al desenfreno; al contrario, llénense del Espíritu Santo. Háblense unos a otros con salmos, himnos y cantos espirituales, y canten y alaben de todo corazón al Señor. Den siempre gracias a Dios el Padre por todas las cosas, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Efesios 5:15-20, DHH).

El autor de la Carta de Santiago se refiere al hablar bien (alabar) de las demás personas como el punto central de los ejercicios espirituales: “Si alguien se cree religioso, pero no le pone freno a su lengua, se engaña a sí mismo, y su religión no sirve para nada. La religión pura y sin mancha delante de Dios nuestro Padre es ésta: atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y conservarse limpio de la corrupción del mundo” (Santiago 1:26-27, NVI).

Conclusión

La presentación que Jesús de Nazaret hace de Dios como un papá querido (Abbá) quien se preocupa y le interesa el bienestar de todas sus criaturas, hace toda la diferencia. Una relación estrecha con este ser que en esencia es bondad y justicia, simplemente nos transforma, nos puede llevar a ser personas de bien. Una conexión con este Dios que nos busca con paciencia y determinación a fin de que estemos bien, nos llena de esperanza: “Entonces Jesús les dijo esta parábola: ¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las otras noventa y nueve en el campo y va en busca de la oveja perdida, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, contento la pone sobre sus hombros, y al llegar a casa junta a sus amigos y vecinos, y les dice: Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido” (Lucas 15: 3-6, DHH).

Esta perspectiva de Jesús de Nazaret sobre el adorar (el hacer a Dios una prioridad en la vida de uno), representa una manera novedosa de entender lo que significa conocer a Dios. Entonces, una conexión con Dios, que viene a nuestro encuentro, que no se rinde hasta encontrarnos y que celebra cuando somos liberados para vivir a plenitud, nos llena de paz: “O bien, ¿qué mujer que tiene diez monedas y pierde una de ellas, no enciende una lámpara y barre la casa buscando con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas, y les dice: “Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que había perdido” (Lucas 15: 8-9, DHH).

La imagen liberadora de Dios como un papá amoroso (Abbá), quien movido por su compasión perdona, quien cree en sus hijos e hijas, quien espera sin desesperación, quien corre para alcanzarnos con su bondad, quien nos abraza como reflejo de su alegría por habernos visto otra vez, nos besa con aceptación y pasión, nos limpia y nos viste para que luzcamos bien y quien nos ayuda a recuperar nuestra dignidad humana, simplemente transforma.

“Jesús contó esto también: Un hombre tenía dos hijos, y el más joven le dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me toca.” Entonces el padre repartió los bienes entre ellos. Pocos días después el hijo menor vendió su parte de la propiedad, y con ese dinero se fue lejos, a otro país, donde todo lo derrochó llevando una vida desenfrenada. Pero cuando ya se lo había gastado todo, hubo una gran escasez de comida en aquel país, y él comenzó a pasar hambre. Fue a pedir trabajo a un hombre del lugar, que lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Y tenía ganas de llenarse con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.

Al fin se puso a pensar: ¡Cuántos trabajadores en la casa de mi padre tienen comida de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre! Regresaré a casa de mi padre, y le diré: Padre mío, he pecado contra Dios y contra tí; ya no merezco llamarme tu hijo; trátame como a uno de tus trabajadores. Así que se puso en camino y regresó a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión de él. Corrió a su encuentro, y lo recibió con abrazos y besos. El hijo le dijo: Padre mío, he pecado contra Dios y contra tí; ya no merezco llamarme tu hijo. Pero el padre ordenó a sus criados: Saquen pronto la mejor ropa y vístanlo; pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el becerro más gordo y mátenlo. ¡Vamos a celebrar esto con un banquete! Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado. Comenzaron la fiesta” (Lucas 15:11-24, DHH).  

Adorar para ser transformado implica honrar y darle el debido lugar a Dios en nuestras vidas. En esa relación con un papá querido (Abbá) que ofrece el cuidado paternal y maternal, que protege, y que provee afecto, se crean las condiciones ideales para el desarrollo integral de todos los potenciales humanos. Abbá es un papá que respeta la autonomía de sus criaturas, es un papá que no asfixia, es un papá que nos acompaña en el riesgo, y es un papá que está disponible, pero sin dominar; es un Abbá que anhela que le representamos bien. Es así como el propósito último de adorar a Dios es conocerlo, y el fin de conocerlo es imitarle. En esta clase de relación íntima con Dios, podemos entonces dejar ver lo que somos: hombres y mujeres a su semejanza; hombres y mujeres compasivos, amables, humildes, mansos y pacientes como es él.: “Por consiguiente, sed buenos del todo como es bueno vuestro Padre celestial” (Mateo 5:48). Y “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lucas 6:36).  

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Referencias:

Joachim Jeremías (2005). Abba y el mensaje central del Nuevo Testamento. Sexta edición. Salamanca, España: Ediciones Sígueme.