Una espiritualidad cristiana que transforma

Esteban Montilla | 23 febrero, 2021

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La espiritualidad vista como la capacidad del ser humano de ponerle una pausa a sus creencias y expectativas a fin de prestarle atención a las necesidades de las demás personas representa la dimensión existencial que mueve la humanidad. Esta trascendencia temporal se puede llevar a cabo con mayor facilidad cuando una persona ha tomado las debidas precauciones de autocuidado con respecto a su salud integral, su bienestar psicológico y redes de apoyo social. La instrucción judía de amar al prójimo como a uno mismo (Levítico 19:18) es un reflejo de la importancia de cuidarnos para así mejor asistir a la humanidad.

La espiritualidad cristiana tiene que ver con el cómo vivir y convivir bajo las pautas del amor y de la justicia. El fortalecimiento de esta espiritualidad ha de comenzar con la examinación exhaustiva y el conocimiento profundo de uno mismo. Esta introspección honesta dará como resultado el darnos cuenta de la bondad, ternura, humildad y docilidad que hay en nosotros. Pero, al mismo tiempo reconoceríamos las inclinaciones maliciosas, los posibles desenfrenos, los vicios, las ansiedades no deseables y las motivaciones malsanas.

Esta mirada hacia el ser interior mostrará las dos fuerzas detrás de la conducta humana: 1) La biología y 2) Los aprendizajes. El Creador nos ha equipado biológicamente para reproducir conductas alineadas a la justicia y al amor. “Dios nos ha concedido todas las cosas que necesitamos para vivir como Él manda” (2 Pedro 1:3-4). La voluntad o expectativa de Dios no es un misterio. La misma simplemente consiste en actuar con justicia, el practicar la compasión y el vivir en humildad (Miqueas 6:8). Los genes del altruismo y el metabolismo programado para actuar en bondad son claves en ese equipamiento para toda buena obra.

En esa misma línea la biología que tenemos nos prepara para sobrevivir, competir y florecer. De allí que también contamos con los genes del egoísmo que nos asisten en la satisfacción de nuestras necesidades, en la competencia con otros grupos, en la defensa de la vida y en la protección de las personas aliadas. Este equipamiento biológico entonces permite la subsistencia en tanto hay que lidiar en el día a día con personas rivales y depredadoras. Es así como también somos capaces de actuar con engaño, agresión, violencia y malicia (Mateo 7:20-23).

Este vivir consciente de las bondades y sombras que nos acompañan nos permitirá desarrollar relaciones más profundas con las personas aliadas y el llegar a un nivel de intimidad o comunión que disipe los vacíos existenciales que experimentamos en esta vida. Un vivir equilibrado donde celebremos el bienhechor dentro de nosotros sin ignorar el malhechor que también forma parte de nuestro peregrinaje terrenal, nos permitiría saborear la vida plena aquí y allá.

Erase una vez un joven muy espiritual que aprendió el lenguaje del amor y la justicia. El papá de este joven era muy rico, famoso e intelectual, y así, que lo mandó a estudiar en una de las mejores academias con internado que había en la región. Al cabo de tres años el papá le pregunto a su hijo que le dijera las tres cosas más importantes que él había aprendido. El joven cándidamente le respondió que aprendió a entender que dicen los perros cuando ladran, a descifrar el mensaje del canto de los pájaros y a captar lo que dicen las ranas cuando croan. El papá se molestó tanto con la respuesta de su hijo que decidió echarlo de la casa. El joven se fue de ambulante y en la noche se acercó a una casa grande donde pidió posada, pero allí no tenían habitaciones disponibles. Sin embargo, el mayordomo de la casa le dijo que él se podía quedar debajo de la torre de la entrada advirtiéndole que había allí dos perros muy furiosos. El joven le dijo que estaba bien, y al llegar a la torre escuchó a los perros con serenidad quienes le recibieron bien. Además, le contaron al joven que ellos ladraban con esa furia porque cuidaban un tesoro escondido en el terreno baldío cerca de la torre de vigilancia. Así que los perros lo llevaron donde estaba el tesoro y le ayudaron a desenterrarlo. El camino hacia el tesoro que está en cada uno de nosotros amerita el aprender a dialogar con los perros furiosos tales como las pasiones desenfrenadas, los miedos paralizantes y los anhelos malsanos. Así como también conviene descifrar la dulzura de las aves y la quietud de las ranas.

El reconocimiento de estas dos capacidades con las cuales contamos para vivir bien y desarrollar nuestros potenciales nos puede garantizar una mejor convivencia, una existencia más plena y una espiritualidad más madura. El estar consciente de esta herencia biológica para actuar de manera bondadosa y justa, pero al mismo tiempo para comportarnos con soberbia y crueldad nos permitirá el guiar mejor los aprendizajes culturales.

Jesús de Nazareth insistía que para aprender a vivir de manera piadosa tenemos que entender que hay fuerzas internas las cuales nos pueden mover a la corrupción y la injusticia (Mateo 15:11). Ciertamente hay que computar las opresiones provenientes de miembros de la familia y amistades que ejercen su señorío para alcanzar sus metas egoístas, el dominio implacable de otras instituciones sociales como la religión, la política y el entretenimiento, así como el sometimiento por parte de los sistemas de economía creadores de miseria humana. Es por lo que vivir bien, vivir de forma libre y vivir a plenitud es posible pero no es fácil.

Los ejercicios espirituales como el reflexionar sobre las acciones que llevamos a cabo, los actos de servicios en pro del bienestar de las demás personas, la práctica del autocuidado y el participar en programas de educación para el despliegue de poténciales pueden facilitarnos una existencia más acorde con los designios de amor y justicia de nuestro Creador. “Cobijémonos pues de afecto entrañable, de bondad, humildad, amabilidad y paciencia. Abracemos una actitud compasiva que nos lleve a perdonar y así ejercitar el amor que es el vínculo perfecto” ‭ ‭(Colosenses ‬ ‭3:12-14‬). ‬‬‬