La fe cristiana a través del curso de la vida

Esteban Montilla | 9 agosto, 2021

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I. La fe
La fe de una persona influye cada aspecto de su existencia, incluyendo su pensar, su recordar, su aspirar, su sentir y su comportarse. La fe es una fuerza motivacional que no conviene ignorar, en tanto los patrones de conducta que un ser humano exhibe pueden ser el reflejo del tipo de fe que abrace. La fe (pistis en griego) tiene dos dimensiones: una personal y una colectiva; pero ambas tienen que ver con la confianza que se tenga en una persona, en una deidad, o en una comunidad, en función de las conductas concretas que se han observado en el pasado (Karen Armstrong, 2007). Es así como al expresar que se confía en alguien se está diciendo que se puede predecir su comportamiento, porque se ha visto cómo se ha comportado en circunstancias pasadas.

El conocer a una persona o a una comunidad es entonces central en cuanto a la fe o confianza. Este conocimiento es posible a través de la experiencia en comunión, por medio de la escucha atenta, el pasar tiempo juntos, la observación cuidadosa de las acciones, y el compartir en varios contextos existenciales. En este sentido, fe es confiar, y para la confianza se requiere el conocer. La fe, entonces, no es ciega, sino que parte de hechos concretos. Por ejemplo, se tiene fe en Dios por las acciones que ha llevado a cabo en el pasado, se tiene fe en una persona a quien se conoce porque se ha visto cómo actúa; se tiene fe en uno mismo en tanto hay una valoración cierta acerca de las competencias o cualidades que uno posee.

Ahora bien, la dimensión colectiva de la fe se relaciona con la confianza que se tenga en una comunidad, desde donde se derivan marcos teóricos o maneras de entender al universo, pautas de interacción con la naturaleza, premisas para darle sentido a la vida, y perspectivas para comprender las relaciones humanas. Este elemento de la fe se conecta con lo que se entiende como religión o grupo de fe. La religión les ofrece a sus miembros una estructura que les asiste en el pensar, unas prácticas o rituales mediante las cuales afirma su fe, y un liderazgo religioso que les provee el cuidado espiritual. Es así como se habla de fe cristiana, fe judía, fe islámica, fe hinduista, fe budista, fe pagana y otros tipos de fe corporativa.

Una fe individual, así como la colectiva, y que sea saludable, puede asistir al ser humano en lidiar con los desafíos de la vida, a promover el desarrollo de sus potenciales, a orientar en la toma de decisiones clave para el buen vivir, en el establecimiento de relaciones sociales estables, y en la sana convivencia. La fe evoluciona a través del curso de la vida gracias a las experiencias personales, la formación académica, las inmersiones culturales, las nuevas relaciones sociales, los encuentros religiosos, y la decisión proactiva de crecimiento espiritual (James Fowler, 1981).

Por otro lado, una fe que obstruya el buen pensar, que coarte las libertades humanas, que ahogue las oportunidades de expansión existencial, que apague la llama del saber científico, que se concentre en las deficiencias humanas, que solape el poder liberador de las emociones, que insista en la exclusión de las demás personas por razones distintas a las acciones antisociales, y que enfatice el dominio sobre las demás personas, necesita ser reevaluada y desafiada. Por esto es menester entender los componentes de una fe sana, transformadora y descolonizadora, para así saber diferenciar cuándo se está frente una fe en necesidad de evolución y cambio.

II. La pseudo fe o presunción
El acto de presumir hace referencia al tener algo, o al tener una creencia como verdadera sin la certeza de que lo sea. Esta actitud presuntuosa puede llevar a un ser humano a sobrevalorar sus capacidades y así tomar decisiones no sabias que terminan haciéndole daño, a él mismo y a los que le rodean. El actuar en base a estas presunciones o conjeturas representa también una dificultad en la formación de relaciones sociales estables, en tanto las personas pueden mostrarse tan convencidas de algo que rehúsan escuchar a los demás.

La presunción puede hacerse evidente también cuando una persona, bajo ciertas suposiciones, hace juicios acerca de otra y se comporta como si esas conjeturas fueran ciertas. Una persona actúa bajo presunción, cuando, ignorando a la ciencia, decide o toma decisiones simplemente en base a las ideas preconcebidas que tenga acerca de una persona, de un grupo o de una experiencia. En el Evangelio de Lucas se registra un ejemplo de los peligros de la presunción: “Si de veras eres Hijo de Dios, tírate abajo; porque la Escritura dice: Dios mandará que sus ángeles te cuiden. Te levantarán con sus manos, para que no tropieces con piedra alguna. Jesús le contestó: —También dice la Escritura: No pongas a prueba a Dios” (Lucas 4: 9-12). Hoy día, un buen ejemplo, que es un equivalente a esta tentación presuntuosa, sería el decir: “no usaré máscara que me cubra la nariz y la boca, ni tampoco me vacunaré, porque dice la Escritura que Dios mantendrá alejada toda enfermedad y plaga” (Deuteronomio 7:15).

Una vida movida sólo por presunciones puede acarrear muchos problemas, en tanto el recurrir a lo fantasioso, lo mágico y lo supersticioso, abre la puerta para que personas depredadoras se aprovechen de la inocencia o ingenuidad, y así con mayor facilidad sean víctimas de fraudes. Además, una actitud presumida puede ser un repelente a los seres humanos de buena voluntad. Entonces, el actuar de manera presuntuosa tiende a ser un imán de personas que consistentemente buscan colonizar y dominar el pensamiento, las aspiraciones y lo sentimientos de los demás individuos.

La presunción está muy conectada con la jactancia y la arrogancia, en el sentido de que las personas con esta actitud tienden a presentarse como superiores hasta el punto de darle órdenes a Dios. Es común escuchar expresiones mágicas de “abracadabra”, tales como “yo decreto, yo declaro, yo establezco, yo cancelo”, que son declaraciones comunes en la metafísica esotérica y en el ocultismo, para lograr así favores de los espíritus o divinidades. Si bien es cierto que muchas personas por un momento puedan sentirse bien al escuchar palabras de ánimo como éstas, al final esta práctica puede ser peligrosa, en tanto los desafíos y enfermedades que enfrentan los seres humanos son realidades concretas que ameritan también la intervención científica.

III. La fe cristiana
La fe cristiana surge entre el año 30-100 d.C. inspirada en la vida, enseñanza y ministerio de Jesús de Nazaret, quien comenzó su labor de maestro, profeta y sanador, en la región norte de Israel y, a partir de allí, se expandió hacia el sur de ese país y finalmente a todo el mundo. Esta nueva propuesta de fe recurrió a la reinterpretación de los textos judíos sagrados conocidos como la Biblia Hebrea o Antiguo Testamento, así como a los escritos judíos apocalípticos tales como el Libro de Enoch, el Libro de Adan y Eva y los Jubileos, para construir sus creencias y prácticas religiosas (James Leo Garrett, 2000).

Es así como Jesús de Nazaret, y más tarde sus discípulos, sugieren una fe alternativa con un sistema de creencias muy distinto a la fe judía tradicional, unos rituales muy particulares, y una estructura organizacional diferente al judaísmo bíblico. Por ejemplo, esta nueva fe inicialmente sugirió creencias diferentes, tales como la vida después de la muerte a través de la resurrección, la oportunidad de seguir viviendo en un lugar paradisíaco encontrado en el cielo, el logro de la justicia divina por medio de un lugar de tormento llamado infierno, la explicación de la maldad en la humanidad movida por un ser divino llamado Diablo y su séquito de demonios, la intervención divina para darle fin a esta era, y la segunda venida de Jesús el Cristo.

Se añadieron prácticas rituales novedosas como el bautismo, en vez de la circuncisión, el comer y beber juntos o comunión para edificación de todos, las reuniones (iglesias) para darse ánimo y fomentar la pasión por el servicio, y la adoración a Dios por medio de acciones de bien. En esta nueva fe, entonces, no hubo más sacrificios de animales, no tenían templos, y se propuso la generosidad movida por la bondad como sustituto de un diezmo obligatorio. En la estructura organizacional no había sacerdotes (porque no había necesidad de sacrificios de animales), y por su lado el grupo paulino sugirió un liderazgo compuesto por discípulos con funciones de apóstoles, diáconos, presbíteros y obispos (1 Timoteo 3:1-14; 5:19; Tito 1:5-9; Efesios 4:11). Más tarde el grupo joánico propuso una estructura más horizontal donde simplemente al liderazgo se le reconocía como discípulos (Juan 5:5; 6:60-69).

La diversidad en las creencias fue una realidad desde el mismo comienzo de este movimiento creado por Jesús de Nazaret en tanto después de su muerte surgieron varios grupos quienes tomaron rumbos geográficos y teológicos diversos. Esto se puede notar en los escritos que ahora se conocen como el Nuevo Testamento. Sin embargo, la misión de hacer la diferencia en el mundo al actuar con justicia, el practicar la misericordia y el presentarse sin presunción ante Dios y las demás personas, era un común denominador en todos estos grupos. “Lo que quiero es que sean compasivos (Mateo 12:7, DHH).

La fe cristiana desde sus mismos comienzos se centraba más en la práctica o asistencia a las personas más necesitadas que en las discusiones simplemente intelectuales. “Evita las vanas controversias y genealogías, las discusiones y peleas sobre la Torá, porque carecen de provecho y de sentido” (Tito 3:9; 2 Timoteo 2:23). El punto central de esta fe era el actuar movido por el amor de Dios a fin de vivir de manera compasiva y justa. Aún al precursor de este movimiento las personas le preguntaban: “¿Qué debemos hacer? El que tenga dos trajes, dele uno al que no tiene ninguno; y el que tenga comida, compártala con el que no la tiene… Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros? Juan les dijo: No cobren más de lo que deben cobrar. También algunos soldados le preguntaron: Y nosotros, ¿qué debemos hacer? Les contestó: No le quiten nada a nadie, ni con amenazas ni acusándolo de algo que no haya hecho; y confórmense con su sueldo” (Lucas 3:10-14, DHH).

Los diferentes grupos cristianos estaban de acuerdo en concebir a Dios como un ser supremo caracterizado por el amor y la justicia; un Dios que está interesado en el bienestar humano y en el cuidado de su creación; un Dios que trasciende pero que al mismo tiempo se mantiene muy involucrado con su creación. “Dios no está lejos de cada uno de nosotros, porque en Dios vivimos, nos movemos y existimos; como también algunos de los poetas de ustedes dijeron: “Somos descendientes de Dios” (Hechos 17:28, NVI). Se concibe un Dios que anhela que todas sus criaturas vivan en paz y tengan bienestar integral: “Pero los curaré, les daré la salud y haré que con honra disfruten de paz y seguridad” (Jeremías 33:6, NVI). Esta concepción de Dios refleja el flujo cultural religioso de la región del medio oriente incluyendo el judaísmo bíblico, el judaísmo apocalíptico, así como las tradiciones griega, egipcia y persa, las cuales nutrieron el pensamiento cristiano.

Los cristianos partieron de la percepción de un Dios poderoso y al mismo tiempo amigable; un Dios atento al quehacer humano pero respetuoso de las decisiones de los individuos; un Dios centrado en la justicia, pero en esencia amor (Mateo 6:33; Marcos 12:29-31; 1 Juan 4:7-8). La misericordia y la compasión de Dios constituían el corazón de las enseñanzas de Jesús de Nazaret y sus discípulos más cercanos (Mateo 9:13-36; Efesios 2:4-5; Hebreos 4:16; 1 Pedro 3:8). Se partió de la percepción de un Dios trascendente pero muy cercano a la realidad humana.

Es importante también destacar que la fe cristiana pasó por varios estadios o momentos históricos donde fueron incorporando nuevas creencias y prácticas que les permitiera responder a las necesidades de sus seguidores y del contexto cultural en el cual se estaba desarrollando. La fe cristiana finalmente se definió en el siglo IV, comenzando con El concilio de Nicea I (325 d.C.) y concretándose en el Concilio de Constantinopla (381 d.C.), desde donde surgió lo que se conoce como el credo cristiano, el cual resume la fe cristiana (Justo L. Gonzalez, 2008).

Este credo contiene las creencias que en ese entonces adoptó la mayoría de los cristianos: Dios se presenta como creador del universo, de la naturaleza y del ser humano; A Jesucristo como hijo único de Dios en la misma naturaleza padre y enviado para dar salvación; Jesús hijo de Dios e hijo de la virgen María, muerto por crucifixión, resucitado y ascendido al cielo desde donde vendrá en gloria para juzgar a los vivos y a los muertos y para reinar para siempre; al Espíritu Santo como sustentador de la vida y medio de comunicación por medio de los profetas; en la Iglesia que ha de ser una, santa, inclusiva y apostólica; en el bautismo para el perdón de los pecados; en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo venidero.

En un proceso gradual, esta fe fue conformando un conjunto de escritos cristianos que incluían lo que hoy se conoce como Nuevo Testamento, y otros documentos respetados por diversas comunidades cristianas, tales como la Didache, las Cartas de Clemente de Roma a los Corintios, las Siete Cartas de Ignacio de Antioquía, la Carta de Bernabé y la carta del Pastor de Hermas.

A partir del siglo IV de esta era, la fe cristiana, además de considerar la Biblia Hebrea como inspirada y sagrada, también extendió la misma consideración a los 27 escritos que hoy conforman el Nuevo Testamento, incorporando así las diferentes perspectivas y sabores de esta fe. Es importante entender que la fe cristiana desde un mismo principio fue muy pluralista y diversa, de manera que además de estos escritos acogidos por la mayoría de los cristianos, hubo una producción literaria cristiana muy amplia que grupos minoritarios también miraban con mucho respeto. Entre esos escritos se encuentran el Evangelio de Tomás, el Protoevangelio de Santiago, el Evangelio de Pedro y otros documentos de corte gnóstico que se desenterraron en el pueblo de Nag Hammadi, en Egipto, en 1945.

En uno de estos escritos del Nuevo Testamento se define la fe como “la garantía de recibir lo que se espera y el estar convencido de la realidad que todavía no se ve” (Hebreos 11:1). En este texto se puede ver el énfasis de estar seguro de que se recibirá lo que se espera de alguien, porque se le conoce y se ha visto cómo se ha portado en el pasado. Es así como la fe está íntimamente relacionada con la confianza, y ésta con el conocimiento. Estos escritos sagrados—Nuevo Testamento—, contienen las enseñanzas principales de esta fe, desde el ángulo de varias escuelas o grupos que se conectaban con los discípulos o apóstoles iniciales. Esta fe cristiana, además de los libros apocalípticos, también decidió usar las escrituras judías (Antiguo Testamento) pero bajo una reinterpretación o lectura muy distinta a la judía bíblica tradicional.

Es importante mantener en mente que la fe cristiana, así como otros tipos de fe, se adapta y evoluciona. Si bien es cierto que la mayoría de las personas terminan sus vidas dentro de la misma religión en la cual nacen, la fe de una persona tiene el potencial de moverse a través del curso de la vida, dependiendo de las experiencias personales, la educación informal o formal a la cual se exponga, las inmersiones culturales y las oportunidades de desarrollo integral a las que acceda.

IV. Los momentos de la fe en una persona
Los seres humanos nacen en un contexto geográfico y sociocultural que influye en gran manera su forma de entender al universo, su modo de comprender las relaciones humanas, su estrategia de adquirir nuevos conocimientos y su apreciación religiosa. Así entonces, la evolución de la fe en una persona depende de varios factores, incluyendo el tipo de religión de los progenitores o cuidadores iniciales, de aspectos biológicos condicionantes, de experiencias personales, de la formación académica a la cual se expone, de la personalidad, de los grupos religiosos a los cuales se afilie, de las inmersiones interculturales que se experimenten en la vida y por supuesto de las decisiones que tomen al encontrarse con oportunidades de expansión y desarrollo humano.

La fe de una persona tiene una influencia muy abarcante en los asuntos vitales de su existencia, como lo es en la elección de con quien compartir vida de pareja, qué tipo de labor o profesión elegir, cómo distribuir los bienes, las maneras de recrearse, las ideologías políticas a las cuales afiliarse, y el cómo contribuir al bien de la sociedad. De esta manera es que resulta de capital importancia explorar el tipo de fe que se tenga. Una vez que se está consciente de la fe que se abraza, es más fácil fortalecerla, modificarla o cambiarla.

La fe sin la debida exploración tiende a ser muy estable a través del curso de la vida, en tanto se gasta menos energía creyendo y haciendo lo mismo. En esto, el cerebro es muy eficiente al promover que la fe de una persona sea la misma al nacer que al morir. Sin embargo, una persona puede añadir a la fe inicial nuevos enfoques e interpretaciones que vayan en dirección de una fe intermedia. Así mismo, sobre esa base se puede seguir hacia una fe integrada, donde se celebran el progreso alcanzado, pero las premisas de vida son revisadas a la luz de los avances científicos y culturales. En esta fe integrada, las premisas o postulados acerca de la vida y del universo, las estrategias de afrontamiento, las prácticas rituales, y la manera de relacionarse con las personas en autoridad, tienen mayor congruencia, y el centro de dicha coherencia se ajusta más en pro de la justicia y en el amor.

La fe, como parte del desarrollo humano, es multidireccional en el sentido de que hay aspectos de ésta que continúan igual a través del curso de la vida, otros elementos simplemente se modifican, algunas características se dejan a un lado, y muchos componentes nuevos se añaden en el ciclo vital. Entonces, se puede apreciar en la fe movimientos hacia adelante, pasos hacia atrás, lapsos moratorios y periodos de estancamiento. La rapidez de los movimientos o cambios va a depender de factores biológicos y de las experiencias personales en el contexto sociocultural en el cual se vive.

IV.a. La fe inicial
La fe de una persona en su infancia y niñez temprana es por lo general la misma que sostienen sus progenitores o cuidadores. Esta fe o confianza en las personas tutoras o en posición de autoridad, es plena, en tanto prevalece la ingenuidad donde se les ve como agentes de bien y seres protectores. La distinción entre fantasía y realidad es muy endeble; por ejemplo, los personajes ficticios usados en una narrativa para dar una lección acerca de cómo vivir y relacionarse con las demás personas se pueden ver como si fueran reales. El “Hada de los Dientes” o el “Ratoncito Pérez” pasan de ser personajes de un cuento a constituirse en seres reales que intercambian dientes caídos por dinero. Santa Claus o Papá Noel, este ser que cada diciembre viene del Polo Norte con regalos a los niños y las niñas que se han portado bien durante el año, inicialmente se ve como un personaje real o histórico, aunque más tarde los pequeños entienden que eran sus padres o cuidadores principales quienes preparaban esos regalos. Para el momento de descubrir la verdad ya han entendido que era un cuento para enseñarles la importancia de adoptar buenas conductas y así convivir en paz.

Pero puede ocurrir que una persona al escuchar o leer una fábula—o relato breve ficticio—pueda continuar entendiéndola como algo real impidiendo así captar a primera mano la enseñanza principal o moraleja detrás del cuento. En este momento de la fe, si una vaca le habla a una persona, aunque con duda, es posible que se crea que eso es real. De allí que los cuentos hayan de contarse una y otra vez, pero siendo necesaria la explicación y aplicación de la fábula.

Las diferentes culturas, como la griega, la egipcia, la persa y la judía, han hecho uso de las fábulas para promover el buen vivir y la sana convivencia. Hay una fábula griega muy conocida llamada: “El león y el ratón”, la cual relata que una vez un ratón que caminaba, sin saberlo, sobre el lomo de un león, fue atrapado por las garras de éste, quien se lo llevó a la boca para comérselo. —“No me coma, por favor. Le prometo que, si alguna vez está en apuros, yo lo ayudaré. —¡Ja, ja, ja! ¿Cómo podrá ayudarme alguien tan pequeño?” Pero el león lo dejó marchar por esta vez. Días más tarde, el ratón escuchó unos rugidos cerca de su madriguera. Era el león, que había quedado atrapado en una gran red. Entonces el ratón comenzó a roer la red, hasta hacer un agujero del tamaño del león. Y desde entonces, el pequeño ratón y el enorme león fueron amigos inseparables. En este peldaño de la fe, el narrador, además de contar el relato, desdobla o señala las enseñanzas que se desprenden de la misma. En este nivel de fe, aunque el narrador trata de enseñar a pensar al escucha o lector, la carga del razonamiento descansa más en el relator.

La fe inicial puede quedarse estática en tanto las personas se acostumbran a que otros piensen por ellas y les digan lo que tienen que hacer con sus vidas. Es por lo que este tipo de fe se puede ver intacta en la adolescencia, la adultez y aún en la adultez mayor. Las personas adultas en esta fase de la fe pueden presentarse como muy ingenuas, siendo presa fácil de personas depredadoras, quienes viendo estos niveles de credulidad aprovechan para coaccionarles y cometer sus fraudes.

Las prácticas religiosas usadas para entender la vida, conseguir solaz, lograr conexiones sociales duraderas, desarrollar el dominio propio, afianzar valores y adoptar conductas adaptativas, toman lugar mayormente motivadas con el anhelo de recibir recompensas por las personas en autoridad o deidad, o simplemente para evitar castigos. La Biblia se tiende a leer como un libro de historia y ciencia, dificultando así el discernimiento entre las narrativas o cuentos con hechos reales. Se puede perder de vista la intención del autor al usar figuras literarias tales como las fábulas, las parábolas, las metáforas, las hipérboles o exageraciones, la personificación, la ironía, los quiasmos y las alegorías. Estas figuras literarias se usan para darle mayor expresividad a un evento, captar la atención de los oyentes, o simplemente para persuadir a un grupo que cambie de parecer. Pero al no poder distinguir entre lo literal y lo simbólico se corre el riesgo de no apreciar las moralejas o enseñanzas de vida detrás del escrito. También se le pueden atribuir poderes mágicos a la Biblia y considerársele como un amuleto.

Por otro lado, el comportarse bien se asocia con la recompensa a recibir, mientras que el adoptar una mala conducta se conecta con castigos o penalización. Si la persona se porta bien, entonces recibe la bendición, y si se comporta mal, en ese caso es maldecido. Lo anterior constituye un momento de la fe donde se mira la vida desde una perspectiva lineal, dicotómica y concreta. En las palabras de Gordon Allport y Michael Ross (1967), las prácticas religiosas son meramente extrínsecas; es decir, se actúa para complacer a la persona en autoridad, para evitar un castigo, para recibir una recompensa, o para ser aceptado en una comunidad.

El concepto de Dios o Divinidad generalmente se entiende como un ser en autoridad, a quien hay que seguir u obedecer sus órdenes, para así recibir su cuidado, afecto y favor. Esta imagen de Dios puede semejarse a las personas en autoridad tales como el padre, la madre, la maestra, el líder religioso, el coach o la policía, quienes proveen la estructura necesaria para desarrollar las habilidades sociales esperadas por el grupo.

Una persona en esta fase de la fe inicial, por lo general consulta a las personas en autoridad, no sólo para aumentar su sabiduría, sino para que le indiquen qué hacer con su vida. Esto es importante en la niñez porque la capacidad de discernimiento no está del todo desarrollada, y las personas cuidadoras pueden, de manera más eficiente, distinguir a las personas aliadas de las rivales o enemigas, y de esta forma proteger a los niños de depredadores. Sin embargo, esta característica crédula, si se lleva a la adultez puede ser un impedimento para el desarrollo integral, en tanto las personas pueden adoptar actitudes de sumisión que los lleva a ser presas fáciles de la opresión. El Apóstol Pablo advierte de este peligro al decir: “Cuanto yo era niño, hablaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser adulto, dejé atrás las cosas de niño” (1 Corintios 13:11, NVI).

Lo que se aprende, sigue registrado hasta el final de la vida, a menos que se sufra una enfermedad neurocognitiva que afecte la funcionalidad del cerebro. En otras palabras, no es posible desaprender, pero sí crecer a partir de lo ya conocido. Entonces, no es cuestión de hablar mal o denigrar la manera de razonar y hablar que se tenía cuando se era niño, sino simplemente construir o adquirir nuevos conocimientos que permitan explicar con mayor claridad la vida y las relaciones humanas. Jesús de Nazaret hizo referencia de esto al sugerir que una persona educada, al ir a su bodega de conocimiento, puede encontrar cosas viejas y sacar cosas nuevas: “Toda persona instruida en la Tora y expuesto a las enseñanzas del reino de los cielos, es como el dueño de una casa, que de lo que tiene guardado saca tesoros nuevos y viejos” (Mateo 13:52).

IV.b. La fe intermedia
El ser humano, en su naturaleza social, busca formar varios grupos, más allá del primario o familia, con la intención de satisfacer sus necesidades de sobrevivencia, de comunión, de poder y de desarrollo integral. Estas afiliaciones comienzan con los pares que viven en el mismo vecindario, los que asisten a la misma escuela, los que participan en los mismos grupos recreativos y los que asisten a los mismos servicios religiosos. Estas conexiones van afirmando y en ocasiones desafiando las premisas de vida que se heredaron de los cuidadores o progenitores.

En esta fase intermedia de la fe se hace uso de la inicial, en tanto la afiliación religiosa por lo general es muy parecida a aquella en la cual se creció. Los paradigmas en torno al universo y a la naturaleza, las creencias acerca de la vida y las relaciones humanas, los valores desde donde operan las actitudes, y las motivaciones detrás de las conductas, tienden a reflejar lo aprendido en el grupo de origen. Esto es entendible porque el abrazar nuevas perspectivas y prácticas religiosas puede representar un gran esfuerzo intelectual, así como cambios conductuales drásticos. Además, el moverse a nuevas maneras de ver el mundo pudiera implicar la ruptura con algunas de las relaciones sociales de apoyo.

La fe intermedia mantiene aspectos de la fe inicial, pero se pueden notar vestigios de madurez espiritual como el discernimiento entre lo mágico y lo real. Pero, aunque se cuente con la capacidad de análisis crítico y de pensamiento abstracto, es posible aún seguir postulados ilógicos, premisas irracionales y actitudes inflexibles, que pueden llevar a conductas no muy prosociales.

Entonces, en este nivel de fe se puede llegar a enfrentar la vida en compartimientos donde los espacios existenciales no se comunican el uno con el otro. Por ejemplo, se puede hablar de amar al prójimo, pero al mismo tiempo estar listo para excluir a las personas, no por las conductas antisociales sino por su color de piel, su identidad sexual, su afiliación religiosa, su grupo étnico, su ideología política o su nacionalidad. “Si alguno dice: yo amo a Dios, y al mismo tiempo odia a su semejante, es un mentiroso. Pues si uno no ama a su hermano, a quien ve, tampoco puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Juan 4:20).

También se puede hablar de la convivencia digna y pacífica, pero, por otro lado, se promociona el debate, la agresión y hasta la violencia. En esta fase de la fe, es fácil encontrar a personas que demonizan a seres humanos que sean parte de otros grupos religiosos. El lenguaje puede llegar a ser muy excluyente, reflejando expresiones como ésta: “si no eres parte de esta fe estás errado y perdido”.

La fe intermedia ofrece un espacio cómodo para mantener los enfoques acostumbrados acerca del universo y de la vida, así como el seguir prácticas religiosas conocidas. Sin embargo, las inconsistencias, las disonancias cognitivas y los conflictos internos, pueden menoscabar la paz interior de la persona al punto de abrazar maneras de vida hostiles, cínicas y no adaptativas. La invitación que Jesús de Nazaret hizo a sus contemporáneos religiosos tenía que ver con la importancia de ser congruente y alinear las creencias con el buen actuar: “¡Ay de ustedes, maestros de la Tora, no sean hipócritas, que separan para Dios la décima parte de la menta, del anís y del comino, pero no hacen caso de las enseñanzas más importantes de la Tora, que son la justicia, la misericordia y la fidelidad! Esto último es lo que deberían hacer, aunque sin dejar de cumplir también lo otro. Ustedes, guías ciegos, cuelan el mosquito, pero se tragan el camello” (Mateo 23: 23-24).

En la fe intermedia sigue predominando la ingenuidad y la credulidad, pero esta vez siguiendo no tanto a las personas cuidadoras o padres, sino a aquellas en posiciones de liderazgo, tales como educadores, orientadores, ministros religiosos, coach, mentores y celebridades. En esta fase se puede notar el deseo de ser libres para pensar; sin embargo, el peso de los condicionamientos anteriores puede solapar ese anhelo. Al igual que en la fe inicial, las conductas están generalmente movidas por el miedo al castigo, o por la aspiración de ser recompensados por las autoridades, o por Dios.

La figura de Dios se puede conceptualizar como un ser dispuesto a bendecir si la persona se porta bien, pero presto para castigar, en caso de que el comportamiento sea negativo. Se puede notar un compromiso a “defender a Dios” ante los ataques de las personas “herejes”. Las oraciones a este nivel tienden a verse como una forma de pedir u ordenar, en vez de dialogar para llegar a la intimidad con Dios. La persona puede tener la ilusión de que, si dice las palabras apropiadas, y en el orden indicado, entonces puede cambiar la voluntad de Dios.

La asistencia a reuniones religiosas se concentra en ofrecerle alabanzas a Dios para expresarle cuán bueno es, más que a fortalecer las relaciones con los demás miembros de esa comunidad de fe y edificarse para vivir mejor, contagiarse para asistir a las personas más necesitadas o henchirse de compasión. Esto se lleva a cabo porque se cree que Dios es un ser a quien le gusta que sus seguidores exalten sus bondades, su grandeza y su poder. Esta forma de ver a Dios facilita a los líderes religiosos porque las personas seguidoras pueden trasladar esta cultura de adulación hacia quien está en autoridad. En esta fase de fe el lugar de reunión o espacio se considera sagrado, porque en ese lugar mora Dios; entonces, no es el momento o tiempo compartido, sino el espacio. Además, el culto o adoración se puede conectar con el estar presente en el lugar sagrado, más que con el servir a la humanidad.

IV.c. La fe integrada
En este momento de la fe se pueden notar muchos elementos de las dos primeras fases, pero se abandonan aspectos obtusos que comprometen el desarrollo humano integral. En la fe integrada se adoptan posturas más incluyentes, solidarias y comprometidas con la sana convivencia. Una persona con una fe integral se da el permiso para analizar sus experiencias, las relaciones humanas, y los fenómenos de la vida a través de los ojos de los saberes científicos.

Esto le permite tomar decisiones después de consultar la razón, las emociones, las aspiraciones y los parámetros culturales en los cuales se vive. La consulta a otras personas y a Dios se hace con la intención de aumentar la sabiduría, y así poder escoger y actuar mejor. “Si alguno de ustedes le falta sabiduría, pídasela a Dios, y él se las dará; pues Dios da a todos sin limitación y sin hacer reproche alguno” (Santiago 1:5, DHH). Las acciones que toman lugar bajo este marco tienden a ser más adaptativas y prosociales, garantizando así la posibilidad de una vida con mayor plenitud. Esta fe, que busca entender, celebra la herencia religiosa, pero, al mismo la reinterpreta a fin de ajustarla a lo racional.

Los marcos teóricos que se usan para entender y enfrentar la vida son más inclusivos al evitar posturas que promueven la discordia, tales como “nosotros” y “ellos”. Se entiende la diversidad biológica y cultural no como una amenaza, sino como una realidad deseable de la vida humana. Se celebra lo artístico a la par de lo científico, se valora el pensar al lado del sentir, y se busca la libertad evitando violar los derechos de las demás personas y del resto de la creación. Se respeta, adora, y se glorifica a Dios, dejando a un lado las ínfulas de tener acceso único a su bondad, sabiduría, cuidado, gracia y justicia.

En las palabras del Apóstol Pablo, una persona que le ha añadido entendimiento a la fe actúa con madurez, sensatez, prudencia, humildad y sentido de apertura: “Yo, hermanos, no pude hablarles entonces como a gente madura espiritualmente, sino como a personas cristianas en estado infantil. Les di una enseñanza sencilla, igual que a un niño de pecho se le da leche en vez de alimento sólido, porque ustedes todavía no podían digerir la comida fuerte. Y parece que todavía no pueden digerirla reflejando así la inmadurez. Mientras haya entre ustedes envidias y discordias, es que todavía no han madurados y están actuando con criterios puramente humanos” (1 Corintios 3:1-3).

Este ilustre cofundador del cristianismo entonces dice que una persona cristiana con una fe integrada ama a sus semejantes, les respeta y procura hacer lo bueno con todos. “Ámense los unos a los otros con amor fraternal, respetándose y honrándose mutuamente…Ayuden a los hermanos necesitados. Practiquen la hospitalidad…Vivan en armonía los unos con los otros. No sean arrogantes, sino háganse solidarios con los humildes. No se crean los únicos que saben…Si es posible, y en cuanto dependa de ustedes, vivan en paz con todos” (Romanos 12:10, 13, 16, 18, NVI).

Esta fase de la fe contiene un compromiso que implica pensar y actuar movidos por el amor: “Por lo tanto, como escogidos de Dios, santos y amados, revístanse de afecto entrañable y de bondad, humildad, amabilidad y paciencia, de modo que se toleren unos a otros y se perdonen si alguno tiene queja contra otro. Así como el Señor los perdonó, perdonen también ustedes. Por encima de todo, vístanse de amor, que es el vínculo perfecto” (Colosenses 3:12-14, NVI).

Un ser humano con una fe integral busca satisfacer sus necesidades de sobrevivencia, tales como el comer, el tomar agua, el tener un lugar de refugio, el vestirse, y el procurar la salud bajo pautas conductuales comprometidas con la justicia y el amor. Asimismo, esta persona intentará satisfacer sus necesidades sociales y espirituales considerando la diversidad cultural y la importancia de la convivencia pacífica.

Una persona comprometida con una fe que busca entender se mueve a integrar sus principios guiadores, sus valores o prioridades existenciales y sus creencias en las actividades del día a día. En este contexto, hay una alineación o congruencia entre la filosofía de vida adoptada, con las conductas mostradas para con los semejantes, animales, plantas y el resto de la creación. Esta fe integrada implica el confiar en Dios, el confiar en las personas aliadas y el confiar en uno mismo. Esta confianza inspira un espíritu de lucha para perseverar en la prosecución de las metas y en las acciones de bien. “Así que no pierdan la confianza, porque esta será grandemente recompensada. Ustedes necesitan perseverar para que, después de haber cumplido la voluntad de Dios, reciban lo que él ha prometido. Pues dentro de muy poco tiempo, el que ha de venir vendrá, y no tardará. Pero el justo vivirá por la fe. Y, si se vuelve atrás, no será de mi agrado. Pero nosotros no somos de los que se vuelven atrás y acaban por perderse, sino de los que tienen fe y preservan su vida” (Hebreos 10:35-39, NVI).

Se lee la Biblia para animarse y aprender el cómo ser agentes del amor. Entonces, al interpretar un relato se está alerta para aplicarlo, como imitación o por contraste. Si la narrativa expresa actos de compasión y justicia se imita, pero si, por el contrario, el relato señala crueldad o injusticia, se evita el actuar así. Por ejemplo, el relato del Buen Samaritano (Lucas 10: 25-37) invita a imitar a este hombre quien tomó riesgo para asistir a un ser humano en necesidad, sin importarle su nacionalidad y condición social. Pero si la narrativa expresa crueldad, como en el caso del trato que un Levita le proporcionó a su esposa, al arrojarla en las manos de maleantes para protegerse a sí mismo, y que luego muestra su falta de empatía al acostarse a dormir sin considerar el daño que le hicieron los violadores a la mujer (Jueces 19:1-28), entonces se aprende por contraste, para nunca repetir esos actos crueles.

Una persona con una fe integrada tiene reverencia a la Biblia, pero la estudia siguiendo una hermenéutica o interpretación que siga despertando el deseo de actuar en la vida movido por la justicia y el amor. Esta lectura de la Biblia inspira a amar a Dios con todos los pensamientos, las emociones y las conductas. Así mismo anima a amar al prójimo al mostrar generosidad, ternura, bondad, compasión y paciencia, para con los semejantes y demás miembros de la creación. Las diversas narrativas de la Biblia se estudian identificando las motivaciones de los autores, obteniendo así las lecciones o moralejas a fin de actuar por imitación o contraste.

El mirar estos relatos sagrados no como literales le permite al lector conseguir muchas lecciones de vida y, al leerlos nuevamente, por su naturaleza inagotable de sabiduría, puede aprender nuevas cosas. Una lectura desde este enfoque de la caridad y la justicia, como la de Caín y Abel, puede dejar un sin número de lecciones incluyendo la importancia de dialogar sobre las emociones detrás de una experiencia: “Entonces el Señor le dijo: ¿Por qué estás tan enojado y andas cabizbajo? (Génesis 4:6). Caín en vez de hacerle saber lo mal que se sentía por la injusticia cometida al menospreciársele (Génesis 4:5) decide vengarse con alguien igual en poder como su hermano Abel. Este texto también puede alertar acerca del peligro de las personas en autoridad al mostrar favoritismo o parcialidad, en tanto esto puede crear un ambiente ideal para los conflictos entre familiares, compañeros de un trabajo o ciudadanos de un país.

Un individuo con una fe integral mira los rituales religiosos como medios para lograr la meta de llegar a ser personas de bien. Estos ritos como la oración, la meditación, el congregarse, el partir el pan, el ayunar, la vigilia y la lectura de las Sagradas Escrituras, sirven como los medios para lograr imitar a Dios, al vivir movido por la justicia y el amor. Estas prácticas religiosas toman lugar no para coaccionar a la deidad ni para lograr sus favores, sino para edificarse como persona de bien en la comunidad y motivarse para el servicio: “La religión pura y sin mancha delante de Dios nuestro Padre es ésta: atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y conservarse limpio de la corrupción del mundo” (Santiago 1:27, NVI).

La motivación detrás de valorar el buen comportamiento no es tanto recibir una recompensa, ni evitar un castigo, sino más bien como un intento de imitar a Dios, una respuesta de amor, y la búsqueda de fortalecer la intimidad con el Creador. En otras palabras, la intención detrás del buen vivir es simplemente experimentar comunión plena al tratar de pensar, sentir y actuar, cónsonos con la voluntad de Dios: “¡Ya se te ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: Practicar la justicia, amar la misericordia, y que seas humilde ante Dios” (Miqueas 6:8). Hay un soneto cristiano anónimo titulado, No me mueve, mi Dios, para quererte, que refleja este espíritu: “No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte… Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, que, aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, pues, aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera” (autor anónimo, c. 1628).

Las actividades religiosas, además, pueden asistir en el organizar los pensamientos, el alinear las ideas, el evaluar las emociones y la regulación de la conducta, a través de los valores adaptativos de la sociedad. Estos valores o factores prioritarios que se consideran en la toma de decisiones incluyen la familia, el trabajo, el desarrollo de los potenciales, la economía personal, el sentido de logro, el servicio a la humanidad, el buen actuar, el compromiso patrio, la convivencia digna con la naturaleza, las relaciones con personas allegadas y la relación con Dios. La participación en las reuniones religiosas puede afianzar estos valores.

Las prácticas religiosas tales como la oración, la participación en los sacramentos/ordenanzas y las actividades de bienestar para la humanidad, se llevan a cabo de forma muy natural, sin esperar nada a cambio, sino como un medio para incrementar los niveles de intimidad y armonía con Dios y el resto de la creación. Estos ritos se hacen pensando más en cambiar la realidad del ser humano que la voluntad de Dios: “Si alguno de ustedes está afligido, que ore. Si alguno está contento, que cante alabanzas. Si alguno está enfermo, que llame a los ancianos de la iglesia, para que oren por él y en el nombre del Señor le unten aceite. Y cuando oren con fe, el enfermo sanará, y el Señor lo levantará; y si ha cometido pecados, se le perdonarán. Por eso, confiésense unos a otros sus pecados, y oren unos por otros para sanarse. La oración fervorosa del justo tiene mucho poder” (Santiago 5: 13-16).

En esta fase de la fe hay una reflexión profunda, tanto analítica como emocional, de manera que la fe llega a ser parte esencial del ser humano. A este nivel el énfasis no es tanto conductual, sino en las virtudes, reflejando así el carácter bondadoso del Creador: “Se han revestido de la nueva naturaleza: la del nuevo ser humano, que se va renovando a imagen de Dios, su Creador, para llegar a conocerlo plenamente” (Colosenses 3:10). Este nuevo ser da buenos frutos porque su esencia se identifica con el bien. “Del mismo modo, todo árbol bueno da fruto bueno, pero el árbol malo da fruto malo. Un árbol bueno no puede dar fruto malo, y un árbol malo no puede dar fruto bueno” (Mateo 7:17-18, NVI).

En este contexto el esfuerzo no radica en dar frutos, sino en mantenerse conectados a la fuente de todo bien, que en la fe cristiana representa a Dios: “El poder divino nos ha otorgado todo lo que necesitamos para la vida y la piedad, haciéndonos conocer a Aquel que nos llamó con su propia gloria y mérito. Con ellas nos ha otorgado las promesas más grandes y valiosas, para que por ellas participen de la naturaleza divina y escapen de la corrupción que habita en el mundo a causa de los malos deseos” (2 Pedro 1:3-4, LBNP).

El vivir en comunión con Dios, donde su esencia es amor y justicia, hará más fácil el actuar en ese mismo espíritu; el juicio hacia las demás personas, ya sean de la misma fe o de otro grupo religioso, está prácticamente ausente: “La fe que tienes, debes tenerla tú mismo delante de Dios. ¡Dichoso aquel que usa de su libertad sin cargos de conciencia! Pero el que no está seguro de si debe o no comer algo, al comerlo se hace culpable, porque no lo come con la convicción que da la fe; y todo lo que no se hace con la convicción que da la fe, es pecado” (Romanos 14:22-23, DHH).

Una persona a este nivel de fe evita el usar la religión y la fe como medios para enriquecerse. El trabajo se ve como actividades que generen un bien para la humanidad donde el dinero no es el fin sino el medio para lograr el bienestar integral individual y comunitario. “Los que quieren enriquecerse caen en la tentación y se vuelven esclavos de sus muchos deseos. Estos afanes insensatos y dañinos hunden a la gente en la ruina y en la destrucción. Porque el amor al dinero es la raíz de toda clase de males. Por codiciarlo, algunos se han desviado de la fe y se han causado muchísimos sinsabores. Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de todo eso, y esmérate en seguir la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia y la humildad” (1 Timoteo 6: 9-11, NVI).

El pecado se entiende como una acción que se lleva a cabo con la intención de hacer daño a los semejantes o al resto de la creación. El ser humano tiene el poder y la capacidad de actuar de manera distinta al evitar hacer daño. Esto lo ilustra el relato de Caín y Abel, donde es la primera vez que aparece la palabra pecado en la Biblia, cuando se le dice a Caín que él tiene el poder para dominar el pecado. “Si obras bien, andarás con la cabeza levantada. Pero si obras mal, el pecado acecha a la puerta de tu casa para someterte, sin embargo, tú puedes dominarlo” (Genesis 4:7, LBNP).

Jesús de Nazaret se conceptualiza como el salvador, el sanador, el educador y el modelo a seguir en el sentir, en el pensar, y en el actuar. “Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Filipenses 2:5, LBNP). Así mismo la invitación es a pensar como El. “Pues la Escritura dice: ¿Quién conoce la mente del Señor? ¿Quién podrá instruirle? Sin embargo, nosotros tenemos la mente de Cristo” (1 Corintios 2:16, DHH). Una persona cristiana con este nivel de fe hace un esfuerzo para actuar siguiendo las pisadas de Cristo. “Yo los amo a ustedes como el Padre me ama a mí; permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, así como yo he cumplido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Juan 15:9-10, LBNP).

La presencia de Jesús de Nazaret en la vida de una persona representa libertad y sanidad. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a anunciar el año favorable del Señor. Luego Jesús cerró el libro, lo dio al ayudante de la sinagoga y se sentó. Todos los que estaban allí tenían la vista fija en él. Él comenzó a hablar, diciendo: Hoy mismo se ha cumplido la Escritura que ustedes acaban de oír” (Lucas 4:18-21, DHH).

La salvación del ser humano se entiende desde una perspectiva integral donde la presencia de Dios sana, salva y libera. Su presencia, por medio del Espíritu, capacita a la persona para vivir de manera piadosa y en bondad. Esta fe que busca entender mueve a las personas a ir más allá del creer, para centrarse en el buen vivir, o en un vivir dignificado donde se valora el bienestar propio, sin la necesidad de menoscabar la realidad existencial de las demás personas. En otras palabras, el énfasis está en el hacer como resultado del creer: “Pero no basta con oír el mensaje; hay que ponerlo en práctica, pues de lo contrario se estarían engañando ustedes mismos. El que solamente oye el mensaje, y no lo practica, es como el hombre que se mira la cara en un espejo: se ve a sí mismo, pero en cuanto da la vuelta se olvida de cómo es. Pero el que no olvida lo que oye, sino que se fija atentamente en la ley perfecta de la libertad, y permanece firme cumpliendo lo que ella manda, será feliz en lo que hace” (Santiago 1:22-25, DHH). El creer se internaliza entonces, y se convierte en acciones congruentes con las doctrinas que se abrazan o siguen.

Un ser humano con una fe integrada filtra sus pensamientos, sus emociones, aspiraciones y sus conductas a través de la justicia y del amor. Es así como antes de actuar se pregunta si es justo y bondadoso lo que va a decir o hacer. Se entiende por justicia el compromiso a respetar la libertad de las demás personas, a ofrecer un trato con equidad, a relacionarse movido por la probidad, y al valorar la veracidad. En este contexto, el amor hace referencia a actuar con bondad, a ser compasivo, a mostrar solidaridad y a practicar la benevolencia.

Un individuo con una fe integrada asume una postura de humildad ante la vida, lo cual le lleva a estar presto para escuchar a las demás personas, así como a estar listo para proveer un ambiente donde sus semejantes puedan crecer. Esta actitud de humildad es una fuerza prosocial que motiva a celebrar la identidad personal y nacional, pero sin despreciar la abrazada por otros seres humanos.

Esta fe que busca el entendimiento también lleva al dominio propio. Esto permite seguir las mínimas expectativas de conducta por la sociedad conocidas como leyes, y las pautas éticas acordadas por el grupo al cual se pertenece, a fin de poder convivir de manera fraternal: “Y por esto deben esforzarse en añadir a su fe la buena conducta; a la buena conducta, el entendimiento; al entendimiento, el dominio propio; al dominio propio, la paciencia; a la paciencia, la devoción; a la devoción, el afecto fraternal; y al afecto fraternal, el amor” (2 Pedro 1:5-7, DHH).

En este mundo con más de 7700 millones de personas, caracterizado por la diversidad cultural en términos de lenguaje, costumbres, arte, política y religión, se vive sin presunción. Entonces, una persona cristiana con este nivel de fe celebra el hecho que existan 2000 millones de cristianos, pero al mismo tiempo entiende que hay más de 5700 millones de personas que consiguen su solaz espiritual en otras religiones. De este modo, la concepción de Dios en esta fase de la fe no se considera posesión de un grupo, sino que se acepta que existen diversas maneras de conseguir la paz interior, darle sentido a la vida y motivarse para el servicio hacia la humanidad.

Jesús de Nazaret invitó a sus discípulos a que se concentraran en identificar las acciones de bien, tales como el comportarse de manera justa, el ser compasivos y el evitar la corrupción. Una persona que pertenezca a otro grupo de fe no es necesariamente un enemigo. Por el contrario, pudiera ser un gran aliado: “Maestro —intervino Juan—, vimos a un hombre que expulsaba demonios en tu nombre; pero, como no anda con nosotros, tratamos de impedírselo. No se lo impidan —les replicó Jesús—, porque el que no está contra ustedes está a favor de ustedes” (Lucas 9:49-50, NVI).

Un ser humano en este momento de la fe toma responsabilidad plena de su existencia, entiende que la incertidumbre es parte de la vida, y otorga su debido espacio a las dudas. Entonces, no se suscribe de manera ciega a la idea de causalidad o causa-efecto, en tanto en la vida ocurren cosas aisladas o imprevistos que sorprenden al ser humano. Es así como a un ser humano que haga todo bien, de acuerdo con la voluntad de Dios, también le pueden ocurrir tragedias. Sin embargo, la persona con una fe integrada, quien experimenta estas desdichas, se siente en la libertad de expresarle a Dios sus pensamientos, sus miedos, sus dudas y sus frustraciones, pero al mismo tiempo sentir la paz y la compañía divina. Esto lo ilustra muy bien el relato del libro de Job quien se sintió libre para hacerle saber a Dios sus penurias, pero al mismo tiempo confiar en su cuidado.

En esta fase de la fe las enfermedades se entienden como el resultado natural de la realidad de vivir. El origen de estas es muy variado incluyendo las producidas por patógenos, las alteraciones metabólicas, los estilos de vida no muy saludables y las programaciones genéticas. El tratamiento incluye el uso de la fe y la asistencia de profesionales de la salud. “Hijo mío, cuando estés enfermo no seas impaciente; pídele a Dios, y él te dará la salud. Huye del mal y de la injusticia, y purifica tu corazón de todo pecado. Ofrece a Dios sacrificios agradables y ofrendas generosas de acuerdo con tus recursos. Pero llama también al médico; no lo rechaces, pues también a él lo necesitas. Hay momentos en que el éxito depende de él, y él también se encomienda a Dios, para poder acertar en el diagnóstico y aplicar los remedios eficaces. Así que un hombre peca contra su Creador, cuando se niega a que el médico lo trate” (Eclesiástico 38:9-15, DHH).

Una fe con entendimiento acepta la realidad de la muerte como parte natural de la vida, pero la enfrenta con la esperanza de que Dios, en su infinita sabiduría, puede ofrecer después del deceso una nueva forma de existencia. Una persona en esta fase de la fe, al enfrentar la muerte puede experimentar una gama de emociones incluyendo el miedo, la tristeza, la ansiedad, así como también la pena de dejar atrás a los seres amados, pero le puede asistir el considerar que se encontrará en el más allá con sus seres queridos que le precedieron. La esperanza en la resurrección no blinda a la persona del dolor que se experimenta al dejar a sus más allegados, pero hace más liviana la carga del pesar, y equipa para una mejor afrontación. Esta creencia, que es común a los momentos de la fe anteriores, se diferencia acá, porque una persona con una fe integral acepta que hay seres humanos que consiguen solaz ante la muerte desde otra perspectiva.

Las instituciones sociales tales como la familia, la religión, el sistema de economía, el sistema educativo, el sistema político, el sistema judicial, el sistema educativo, el sistema informacional y el sistema de entretenimiento se ven como creaciones de la comunidad, a fin de asegurarse una mejor convivencia y gozar de mayor bienestar integral. Entonces, en este nivel de fe, estas instituciones se respetan, pero al desviarse de la misión de promover la paz por medio de la justicia y del amor han de exhortarse para que regresen al camino para el cual se crearon. Las personas en esta fase de la fe pueden tomar una posición profética para denunciar las injusticias y defender los derechos humanos de la comunidad. El compromiso es tal que estarían dispuestos hasta dar sus vidas por proteger a los más desvalidos de la sociedad. Estas luchas sociales no sólo toman lugar para los miembros de su comunidad, sino a favor de cada semejante y demás miembros de la creación.

Esta fe integrada construye sobre los cimientos de la fe inicial e intermedia, donde no se deja a un lado la razón y el entendimiento. Esta fe, aunque pequeña, puede tener mucho poder en tanto al confiar en Dios y en las personas aliadas se puede llegar muy lejos (Lucas 17:5-6). Una fe integrada libera, sana, salva, y trae paz. Este tipo de fe protege contra la presunción, los fraudes religiosos, la superstición y las teorías conspiratorias.

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Referencias

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